¿Volveremos? Me declaro un escéptico de la idea del regreso a la normalidad
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Una de las frases más recurrentes durante este larguísimo periodo de emergencia es la de “cuando todo esto pase”, queridos lectores. “Cuando regresemos a la normalidad”, “cuando estemos de vuelta”, “una vez que volvamos”.
Suena, al menos a mí, cada vez más a plegaria que a una afirmación. Y es que conforme pasan los días y semanas, ahora meses, el aislamiento, la distancia y el encierro comienzan a convertirse en la nueva norma. El recorrido de la sala a la cocina, de una recamara a otra, o la expedición al jardín, para quienes tienen esos privilegios, son ya la nueva rutina. Muchos de los hábitos que nos permitían escapar la monotonía o el aburrimiento ya no están: por supuesto los externos, como la ida al cine o al teatro o a cenar o de compras, pero tampoco los caseros, como ver espectáculos o deportes en la televisión. Estamos, un poco como en una película de Buñuel, encerrados sin muchos de los distractores tradicionales del encierro, en una escena que se repite una y otra vez con un desenlace que no por predecible deja de ser desesperanzador.
Escribo, claro está, desde la perspectiva de quienes estamos efectivamente guardando el encierro. Soy uno de los privilegiados y no me atrevo siquiera a quejarme, pero sí a intentar reflexionar un poco acerca de lo que nos está haciendo colectivamente esta cuarentena, de cómo nos va cambiando los pequeños rituales cotidianos que nos hacen (hacían) ser como somos (éramos). Y cada pequeña transformación de la vida diaria se vuelve de costumbre y nos envuelve poco a poco.
Es ahí donde me declaro un escéptico de la idea del regreso a la normalidad una vez que terminen las dos contingencias que enfrentamos, la sanitaria y la económica, que aunque no comparables son igualmente disruptivas.
Para empezar, las semanas de encierro nos han forzado a mirar nuestras vidas dentro de una pecera: ver a nuestras familias, nuestras parejas, a nosotros mismos, desde otra óptica, mucho más intensa, mucho menos tolerante u obsequiosa. Pero simultáneamente nos confronta con nuestra imagen, ya no en el espejo de la autocontemplación sino en la cámara lenta de nuestros actos y omisiones. Poco a poco la intolerancia da paso a la comprensión y hasta a la empatía, si somos afortunados. Porque en el otro extremo se pasa de la intolerancia al rompimiento del diálogo, de la convivencia, de las reglas de la sociedad civilizada.
Éste estar atrapados en nosotros mismos nos puede (nos debe, creo yo) llevar a repensar muchas cosas. Quien alguna vez haya sufrido una enfermedad o convalecencia larga sabe que esa experiencia lo cambia, lo transforma, para bien o para mal. Y de la misma manera, el encierro prolongado nos hará personas, parejas, familias diferentes, valorando cosas que no imaginábamos y dejando en el baúl de los viejos recuerdos a otras que alguna vez creímos indispensables. Hay quienes opinan que todo esto nos hará mejores. Yo no me atrevería a asegurarlo, pero sin duda no seremos al salir lo que fuimos al entrar a este proceso.
Los cambios no serán solamente mecánicos, por así llamarlos, sin restarle importancia a esa parte de la transformación en curso. Las oficinas, el entretenimiento, los espectáculos, los viajes, el consumo probablemente tendrán nuevos formatos, nuevas alternativas. Habrá muchos felices de volver al cubículo, al cine, al estadio, al restorán. Pero por cada uno de ellos seguramente habrá otro, o varios más, que opten por la nueva normalidad, que valoren más lo pequeño y lo individual, la privacidad, el espacio íntimo, personal.
Pecaría de optimista si les dijera, queridos lectores, que todo esto nos hará mejores personas o que de aquí surgirá una mejor sociedad, con nuevos valores. No llego a tanto, pero sí soy un convencido del poder transformador de las crisis. Y esta que estamos viviendo es la mayor y más profunda de nuestras vidas.
Hagamos algo a partir de ella.