Por qué me quité del vicio... de la filosofía
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Extraño las prolongadas charlas con mi brother (el padre Gofo para todos ustedes), cargadas siempre con un arsenal de referencias literarias, musicales y fílmicas.
Poco antes de fallecer me recomendó algunos libros y canales de difusión que consideró serían de mi interés. Lejos de equivocarse los incorporé a mi día a día y una de las ideas que tuve la fortuna de hallar en estos contenidos fue el desdén por la filosofía que hoy no sólo profeso, sino que promuevo con la misma alegría con que rechazo a la religión.
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No obstante, yo ponderé durante años el “trabajo” de los filósofos como auténticas aportaciones al conocimiento humano, equiparables a los descubrimientos científicos y desde luego mucho más valiosos que cualquier expresión artística. Creo que el breve curso de Historia de la Filosofía que llevamos en prepa me deslumbró y equivocadamente consideré que el puro pensamiento constituía por sí solo “el camino” a seguir.
Me doy cuenta hoy que si la filosofía tuvo algún valor en épocas remotas fue sólo en ausencia de técnicas y herramientas que nos permitieran acceder a un verdadero conocimiento y, a falta de éste, algunos señores con una alta capacidad especulativa se ponían a pensar (a veces a pensar tan recio que hasta necesitaban mecenazgo) en la naturaleza de las cosas.
Luego de pasarse una vida pensando (filosofando) editaban su mamotreto, escrito en el más farragoso lenguaje posible. Y dado que publicar era entonces un privilegio aún más raro de lo que es al día de hoy, el autor adquiría de manera automática una autoridad inherente a su obra, que con algo de suerte hacía “escuela”, es decir, ganaba una horda de seguidores que a falta de una idea original defendían y promovían la de su autor de cabecera como si fuese propia.
Más adelante, los discípulos del filósofo en cuestión comenzaban a discutir sobre la correcta interpretación de sus textos, argumentando unos que habían recuperado el verdadero espíritu de la obra; y aduciendo los otros que aquellos habían pervertido el sentido original, siendo lo más probable que estuvieran sacándose los ojos por una pieza de redacción confusa y plagada de conceptos mal hilvanados debido a la propia incapacidad del autor para exponer sus ideas (o porque le estaban cerrando la edición y terminó escribiendo a las prisas y ya sin ningún sentido o claridad); el filósofo de marras y sus desvaríos contaban entonces ya con un grupo de seguidores ortodoxos y un cisma disidente.
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Luego, con el correr de los años y a la luz de los nuevos y modestos descubrimientos de ciencia −o de protociencia− que se dieran a conocer en aquel entonces, llegaba un nuevo argumentador con la suficiente elocuencia y habilidad para convencer a todos de que el movimiento filosófico precedente estaba errado, pero que él les traía “la respuesta definitiva”, reiniciando así el ciclo.
Pero lo cierto es que conforme contamos con mejores y más refinados métodos para acceder a un verdadero conocimiento, la labor especulativa de los filósofos se vuelve más y más prescindible.
Como es un hecho indiscutible que la filosofía no tiene nada que hacer frente a la contundencia de los datos que la ciencia puede aportarnos, el grueso de los filósofos contemporáneos abandonó lo relativo a las ciencias naturales. Ya no se ponen a disgregar sobre la composición elemental de la materia, o sobre la mecánica celeste, porque tenemos ya quien investigue al respecto con mayor precisión que un “pensador profesional”.
Entonces casi todos se mudaron a las ciencias sociales porque −entiéndame−, nadie va a dejar caer en la obsolescencia el título de “filósofo” así nomás. Confiere mucho prestigio y en una de esas da para vivir −y muy bien, incluso como rockstar−, sólo de estar especulando sobre la conducta humana y otros campos poco medibles.
Ya le digo, aunque ser filósofo no significa nada (filosofar es un verbo como “pitufar”: Yo pitufeo, tú pitufeas, ellos pitufean, vosotros pitufearéis), todavía se le quema demasiado incienso a esa autodenominada élite del pensamiento llamada los filósofos, aunque yo los identifico más con aquel movimiento helénico de los sofistas, a los que se les consideraba manipuladores de la retórica para el embelesamiento de las masas.
Aprendí a no doblegarme ya ante argumentos filosóficos. Por ilustre o insigne que sea el autor referido, así se trate de Platón, de Kant o de Kierkegaard, pues ¡muchas gracias por el argumento ad verecundiam! Pero si tú tienes un filósofo para apuntalar tu punto de vista, lo más seguro es que yo pueda conseguir otro en el mercado para que sostenga el mío. Y si consigues tres, quizás yo encuentre diez de mayor autoridad y elocuencia argumentando en sentido contrario.
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Sólo que sería un ejercicio estéril, porque los filósofos son eso nomás, señores que pensaban, imaginaban, suponían, pero nunca se dieron a la tarea de demostrar sus postulados ya que, de haberlo hecho, se hubieran convertido en científicos y sus teorías en leyes, en vez de ser meras disertaciones sacadas de sus cojones.
Por eso no me arrodillo ante Marx o ante el Increíble profesor Zizek, ni mucho menos me fascino con los despliegues de elocuencia del inmamable Diego Ruzzarin (el filósofo de los whitexicans), porque en filosofía vence el que tiene mejor capacidad como debatiente, pero no necesariamente el que tenga la razón de su lado, y apabullar a un oponente con referencias de filósofos a modo es más un alarde exhibicionista que un intento serio por defender una idea.
Con una “buena argumentación filosófica” se puede “demostrar” literalmente lo que sea, desde el Misterio de la Inmaculada Concepción hasta “las bondades” de las políticas del nazismo. Así que bien haríamos como humanidad en irnos librando de esa monserga de la filosofía, pues no nos está aportando nada que no pueda ofrecernos el conocimiento y a veces el simple sentido común.
De todos los sistemas filosóficos, el más endeble, irracional y absurdo es desde luego el argumento teológico. ¡Mire que tratar de demostrar la existencia de Dios con base en argumentaciones! Digo, hablando de un Ser Supremo que obra prodigios, milagros y maravillas sin ninguna clase de restricciones, es muy curioso que la prueba de su existencia recaiga en las limitaciones de la verborrea humana, cuando podría despejar dudas con un gesto infinitamente minúsculo de su voluntad.
Pero en fin, que es el trabajo de los defensores del argumento teológico probar la existencia de Dios y construir para ello un andamiaje del pensamiento que nos lleve de manera inequívoca a dicha conclusión.
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Es decir, son gente que tiene primero una conclusión y va trazando luego el camino en sentido inverso para que arribemos a la conclusión ya dada con antelación. Dicho sea sin más ambages: son güeyes que tienen primero la respuesta y después se formulan la pregunta.
Para que mejor me entienda: ¿Ha discutido con un defensor de la 4T? Pues es igual que debatir con un argumentador teológico, ya que parten en cada caso de un supuesto que ellos dan por hecho: que el Presidente obró con apego a la ley, con sensatez y en aras del bien común; y ya después trazan una sobre su propio sesgo de confirmación hacia su conclusión inicial, sin importar que carezca de lógica, coherencia o sea en absoluto demostrable.
Son tan buenos en esto que bien podrían ya fundar su propia escuela: Chairista cuatroteísta clásica. Filosofía del bienestar.
Encuesta Vanguardia
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