Por qué se le mueren las plantas y no tiene tiempo para hacer caldo
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Recién acabo de volver a ver una película, ya algo vieja, acerca de que en un futuro distópico a las personas nos pagan con tiempo. Las horas de vida se han vuelto la moneda corriente para todo, y hay personas que tienen mucho tiempo y otras que no tanto. Y me empecé a enfocar en este segundo grupo, a analizarlo con más detenimiento.
¿A estas personas no les da la vida el tiempo suficiente? Con tanto “trabajo” por hacer no pueden perder tiempo en cocinar, ni en comprar, ni en esas charlas ligeras aguardando su turno en la fila, ni en elegir uno de los muchos pescados o piezas de carne que ve en el mostrador. No le alcanza la tarde, ninguna tarde, para pararse a pensar siquiera en leer algo para por lo menos entretenerse.
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Y por desgracia nada está más lejos de la ciencia ficción y la fantasía. Le regalaron en Navidad un set de pintura al óleo. Le encantó. No ha tenido tiempo de abrirlo. Deplora haber tirado a la basura esa hora y media que pudo rascarle ayer al día después de la cena. Tenía previsto dedicarla a ver una peli tumbado en el sofá. Se la pasó viendo avances mientras leía en diagonal sinopsis y críticas en el celular. Al final le entró sueño, desistió y se fue a la cama.
Suena muy melodramático, muy mamilas quizás, pero es la tru. “No tengo tiempo” ya se ha convertido en nuestro mantra. Bueno eso dice la chica mostrando la comida precocinada que tienen ahora en el súper. “Vendemos tiempo”, afirman las grandes empresas, al defender su apuesta por dedicar más estanterías a la comida preparada y menos a los ingredientes frescos.
Miremos en la historia. En el último tercio del siglo XIX la jornada laboral media de una persona en el mundo rondaba las 60 horas semanales, en nuestro país eran 72 horas en las famosas tiendas de raya. En 1909, este promedio era de 51 en el resto del mundo. Pero fue hasta 1913 que se celebró por primera vez el Día del Trabajo en México, cuando 20 mil obreros marcharon y exigieron al gobierno la implantación de la jornada de 8 horas de trabajo a Victoriano Huerta, presidente en turno, reduciéndose así a un promedio de 48 horas.
En 1929 cayó a 44, pero nosotros seguíamos igual. Durante la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial hubo oscilaciones que se explican por las circunstancias especiales. Sin embargo, desde la posguerra de la Primera Guerra Mundial no ha habido ningún cambio significativo en la semana laboral en el mundo occidental, y nuestro glorioso país sigue con sus 48 horitas todavía.
Hace más de un siglo que se trabaja una media de 40 horas semanales en el resto del mundo, y nosotros... bueno, lo importante es que tenemos salud. Pero hay que reconocer que gracias a los avances tecnológicos, la productividad de cada una de esas unidades de fuerza laboral, la cantidad de unidades producidas por cada una de esas horas de trabajo, ha crecido exponencialmente.
Pero ya hace 100 años que tenemos, sobre el papel, la misma cantidad de horas disponibles. Sin embargo, nunca como hoy habíamos tenido esta acuciante y asfixiante sensación de no tener tiempo.
El homo economicus que habita en su interior sabe que hay un desequilibrio enorme entre el rendimiento que se le saca a su tiempo en el trabajo y el que le saca usted fuera, y pedalea desesperado entre bambalinas para dirigir todas tus decisiones a compensar esa injusticia. Su objetivo: consumir la mayor cantidad de bienes posible por segundo, atiborrar de intensidad cada minuto, generando la escasez de tiempo que percibe. Porque todas y cada una de las cosas que compra o que forman parte de su vida lleva asociada la demanda de una cierta cantidad de tiempo.
Esta es la tesis de The Harried Leisure Class, un ensayo brillante escrito hace más de cincuenta años, en 1970, por Staffan Burenstam Linder, economista, presidente de la Stockholm School of Economics hasta 1995, miembro del parlamento sueco y profesor de las universidades de Columbia, Yale y Stanford.
Esta teoría es hoy más vigente que nunca. Aplica tanto a un coche, como a la ropa, como a un ficus. Comprarse un coche conlleva también conducirlo, encontrar estacionamiento, parar a cargar gasolina, pasar las revisiones y llevarlo al mecánico si empieza a fallar. Comprar ropa de buena calidad implica dedicar tiempo a lavarla por separado. Un televisor nuevo de tres mil pulgadas y altísima definición pide tiempo para ser disfrutado, y viene con un manual de instrucciones que nunca hay tiempo para leer. Una planta necesita ser regada, podada, abonada y trasplantada. No es lo mismo comprar un piano que tocarlo, ni ser atraído por el titular de una entrevista que dedicar quince minutos relajados a leerla con pausa. Esto lo sabe cualquiera que haya comprado esas porquerías de kit combinado de tónico facial y crema de noche y nunca haya seguido las indicaciones del fabricante, o quien tenga una pila de libros sin leer en la mesita de noche.
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No es un accidente que se le pasase la hora y media volando, viendo avances de películas: sale más a cuenta en términos de rendimiento del tiempo la ilusión de haber visto veinte películas que apostar por solo una. Da igual que de ellas haya saboreado sólo veinte segundos. El homo economicus que hace cuentas en su mente manda.
Es él quien despierta sobresaltado y con una rabia inexplicable en el pecho al darse cuenta de que se ha quedado dormido delante del televisor. Es él quien siente ese pequeño escalofrío de satisfacción al parar el microondas en el último segundo, antes de que pueda sonar el “¡cling!” del temporizador. Le ha ganado un segundo al sistema. Si tan sólo pudiera dormir más deprisa, acariciar más deprisa, jugar con sus hijos más deprisa, escuchar más deprisa...
“Vendemos tiempo”, dicen. Nadie vende tiempo, le digo. Si el tiempo se pudiera comprar, los ricos serían inmortales. Venden el espejismo de que, consumiendo más, apelotonando unidades consumidas, este modo de vida va a tener un sentido que ahora mismo no tiene.
Deténgase ya. Compre menos. Consuma menos. Viva más. Comparta, admire y goce más profundamente. Haga un estofado sin importar las horas que lleve, guise, huela, observe. Las palomitas de microondas no son más rápidas de hacer ni más exquisitas que las de sartén. Le dejarán en el fregadero un chingo de trastes para lavar, eso sí. Pero ¿a qué va a dedicar esos diez segundos que ahorrará no lavando?
En nuestra sociedad, la búsqueda constante de eficiencia y productividad ha transformado el tiempo en un bien preciado que intentamos optimizar a cada momento. Al final, la verdadera riqueza no reside en la cantidad de cosas que poseemos, sino en la calidad del tiempo que compartimos y disfrutamos.
La idea en nuestra mente debe ser siempre valorar y disfrutar el tiempo por lo que es, en lugar de verlo solo como un recurso que debe ser optimizado constantemente.
Debemos desafiarnos a reconsiderar nuestras prioridades y nuestra relación con el tiempo. A buscar una vida más equilibrada y satisfactoria, donde este no sea solo una moneda de cambio, sino una oportunidad para vivir y disfrutar plenamente. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mí siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿Qué opina?
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