Postales de nuestra identidad urbana. Parte III: Los billeteros

Opinión
/ 28 mayo 2025

Era común heredar el oficio a un descendiente... haciendo de esta actividad una que fue enormemente popular entre las personas más desprotegidas de un México lleno de desigualdades

Cualquier persona, al menos una vez en la vida, ha comprado un vigésimo de la Lotería Nacional con la esperanza −muy baja, pero esperanza al fin− de “pegarle al gordo”. Para poder concretar esto, seguramente se ocuparon los servicios de una o un billetero.

Aunque ya es muy difícil encontrar en la calle a las personas que se dedican a esta actividad, aún existen quienes se dedican a ofrecerte la posibilidad de hacerte millonario, adquiriendo desde un “cachito” hasta un entero que garantizaría la totalidad del premio.

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La afición a la lotería en México es bastante añeja, remontándose a los tiempos de la Nueva España, cuando en el año 1770, el virrey Carlos Francisco de Croix instituyó una Lotería con muy atractivos premios en numerario.

Esto fue necesario dado que estas prácticas se hacían recurrentemente, pero sin garantía alguna de la “legalidad” en su desarrollo, abriendo de par en par anchas puertas a prácticas que derivaban en fraudes y en conflictos con nada afortunados desenlaces.

Fue por esto que el entonces virrey de la Nueva España, a través de la Real Lotería General de la Nueva España, daba absoluta garantía de honorabilidad, misma que se verificaba desde el desarrollo de la venta de participaciones hasta la premiación.

El primer sorteo se llevó a cabo en 1771, logrando con el paso de los años gran aceptación entre las personas más acaudaladas del Virreinato. La primera vez que los recursos generados fueron utilizados para beneficencia pública fue en el año de 1781.

En esa ocasión, a solicitud de Ambrosio de Llanos y Valdés, quien fuera en ese entonces responsable del Hospicio de los Pobres, el virrey Martín de Mayorga hizo una aportación a tal institución, decretando que el 2 por ciento de los fondos se destinarían a ella.

Se sumó después como institución beneficiada el Hospicio de San Andrés. Posteriormente, se financiaron proyectos como el Alcázar del Castillo de Chapultepec y el Santuario de Guadalupe, a través de una Lotería Auxiliar para Obras Públicas.

Incluso, durante la Guerra de Independencia, el virrey Félix María Calleja creó loterías para el Virreinato y para la Ciudad de México, con la intención de hacerse de fondos para combatir a los insurgentes, obligando a funcionarios públicos a comprar billetes.

Consumada la Independencia de México, durante el primer imperio mexicano, Agustín de Iturbide reorganizó la lotería en la Dirección General de Renta de Lotería del Imperio de México que, tiempo después, apoyó el arte a través de la Academia de San Carlos.

El terriblemente famoso Hospital Psiquiátrico de la Castañeda se construyó con esos recursos. También con ellos se remodeló el Paseo de la Reforma, se reedificó la Basílica de Guadalupe y se construyó el icónico Kiosco Morisco de Santa María la Ribera.

Ya en el México posrevolucionario, la Lotería se enfocó en la asistencia pública. Pero, ¿qué habría sido de ella sin quienes hacían llegar los billetes a aspirantes a millonarios? Las y los billeteros fueron durante todo el siglo 20 su columna vertebral.

Era común verles en plazas y calles de los centros de las ciudades, anunciando en voz gritona el monto del premio mayor del sorteo más próximo para despertar la ilusión de ganarlo a quienes contaban en su bolsa con lo suficiente para adquirir un vigésimo.

Se armaban “vaquitas” para adquirir un entero, buscando al billetero que trajera entre sus números la combinación que resultaba de unir fechas y números de la suerte, augurando una alta probabilidad de ser anunciado por los niños gritones.

Había quien compraba siempre el mismo número; con esta persona, el billetero adquiría una responsabilidad casi sagrada de recordarlo y mantenerlo apartado. Cada billetero tenía su ruta, donde sabía que encontraría a sus clientes cautivos.

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El oficio ayudaba a llevar el sustento a innumerables familias. Tanto jóvenes como personas adultas podrían dedicarse a la actividad, aun a pesar de contar con alguna discapacidad que le impidiera la posibilidad de realizar otro trabajo.

Era común heredar el oficio a un descendiente, con la correspondiente lista de la clientela construida a lo largo de los años, haciendo de esta actividad una que fue enormemente popular entre las personas más desprotegidas de un México lleno de desigualdades.

Algunos se establecieron en expendios fijos, otros más optaron por los trabajos que ofrece una ciudad industrial. Pero aún hay por las calles de Saltillo quienes ofrecen, en un “cachito” y con un poco de suerte, la oportunidad de un sueño hecho realidad.

jruiz@imaginemoscs.org

Abogado por la U.A. de C., especializándose en Derecho Ambiental y Gestión Urbanística. Cuenta con Maestría en Gestión Ambiental por la U.A.N.E. Cursa actualmente estudios de Doctorado con enfoque en Derecho a la Ciudad. Ha colaborado en los Institutos Municipales de Planeación de Torreón y de Saltillo, así como en la Delegación Coahuila de SEMARNAT. Ha representado a México en diversos foros internacionales, entre ellos el SWYL Program y la Tokyo Conference, organizados por el Gobierno de Japón. Se desempeñó como Director Operativo de COPERES y Presidente de la Representación Coahuila de la Asociación Mexicana de Urbanistas. Es catedrático a nivel Licenciatura y Posgrado en instituciones como la Universidad Autónoma de Coahuila y la Universidad Iberoamericana.

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