¿Qué hacemos con la literatura?
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Graciela Montes, en su entrañable ensayo “La frontera indómita”, para hablar de la vida evoca dos poemas. El primero es uno de los versos más sorprendentes de Salvatore Quasimodo, Premio Nobel de Literatura: “Cada uno está solo en el corazón de la Tierra / atravesado por un rayo de sol: / y de pronto anochece”. El segundo es una canción infantil muy popular: “Jugaremos en el bosque / mientras que el lobo no está”. La escritora explica: “El lobo, que está ahí nomás, a la vuelta de la esquina, se parece mucho a la noche indefectible; el bosque es, como la Tierra, la casa, el sitio donde se está provisoriamente; el jugar se parece mucho al rayo de sol que nos atraviesa (...) ambos poemas coinciden en lo frágil de la estancia: un dramático ‘de pronto’ en los versos de Quasimodo y un sabio ‘mientras’ en la ronda infantil se ocupan de recordarnos la precariedad del juego”. Entonces, en esta existencia tan efímera, tan frágil y breve, ¿qué lugar ocupa “la ficción, los mundos imaginarios”?
Dónde debemos poner la literatura. La escritora contesta con su idea de la “frontera indómita”, concepto que toma de Winnicott. Se define como un espacio de transición que siempre está construyéndose, una “zona de intercambio entre el adentro y el afuera, entre el individuo y el mundo, pero también algo más: zona liberada. El lugar del hacer personal”. La reflexión de Graciela Montes me hizo pensar que no todas las personas gozan de un lugar tan necesario. Las razones son muchas: la desigualdad, la falta de oportunidad, el nulo acceso a otros mundos posibles. Es verdad que en la escuela se estudian algunos temas relacionados con la literatura. “Sólo que nadie sabe dónde ponerlos”, insiste la autora mientras agrega: “Y eso es grave, porque los poemas, los cuentos, las novelas, las corrientes literarias o los estilos sólo tienen sentido si contamos con un sitio dónde ponerlos, es decir, si hemos desarrollado antes nuestra frontera indómita, nuestra zona liberada”.
El lunes asistí como invitada a una clase de historia de la educación. Hablé de la poesía de las monjas novohispanas (más allá de la gran Sor Juana Inés). Con los años he entendido la literatura como un gran tejido que conecta lo que somos con el pasado, la cultura y lo sensible. Me gusta compartir esa experiencia. La charla nos llevó hacia los textos antiguos, la Biblia y las oraciones que aún se dicen en las ceremonias religiosas. Al final, algunos estudiantes expresaron que nunca sintieron gusto por la poesía porque sólo les enseñaron a repetirla. En grados más altos los obligaban a “analizar” obras que les parecían ajenas, incomprensibles y lejanas. El problema de la enseñanza de la literatura es complejo y multifactorial, pero esa es otra historia (como decía Michael Ende) que deberá ser contada en otra ocasión. Quizá estos encuentros con algún verso que nos mueve el pensamiento o con un cuento que nos hace entender algo de la vida, logren ensanchar esa frontera indómita de la que tanto habla Graciela Montes.
Hace unos días apareció la noticia de que México disminuyó sus estadísticas de lectura. Siempre me ha parecido chocante ponerle un número a una actividad que impacta de otras maneras. No sé si el dato de los 3.4 libros al año que leemos los mexicanos diga mucho. Además, la literatura no solo está en los libros. La poesía puede estar en los versos de las canciones, los cuentos pueden rondar a través de la oralidad (como lo hicieron durante milenios). Los reinos de la imaginación son mucho más amplios. Ojalá la estadística midiera cómo hemos trabajado para que más personas construyan su frontera indómita. Coincido con Graciela Montes en seguir esta lucha por lo nuestro, por el anhelo “de fundar ciudades libres, de hacer cultura, de recuperar el sentido, de no dejarse domesticar”, y al fin, como dice, “dejarse entibiar por un rayo de sol antes de que se lleguen la noche y el silencio”.