Relatos y recuerdos
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A las encopetadas damas y empingorotados caballeros del Casino de Monterrey no les gustaba que la panadería “El Nopal” estuviera junto al máximo centro social de la ciudad. En esos años −los cuarenta del pasado siglo− aquellos altos señores y señoras querían que Monterrey se pareciera a las más grandes metrópolis del mundo, digamos a San Antonio, Texas. Y sucede que cuando en la madrugada salían de los bailes todo el ambiente olía al pan que se estaba horneando en “El Nopal”, y a la alta sociedad regiomontana aquel olor de la panadería no le parecía santo, como al poeta jerezano, sino chairo, según se diría con un voquible de hoy.
Y, sin embargo, la tahona era próspero negocio. Toda la gente, incluidos los dinerosos señores que bebían la copa en el Casino, y las señoras que iban a los tés canasta, compraban el pan suyo de cada día en ese popularísimo establecimiento. Su dueño se había hecho ya rico, y si no pertenecía a aquel centro social es porque a él no le gustaba el tufo a cigarro puro y a polvos de arroz que se percibía en el interior del elegante sitio.
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Un día la directiva del Casino se reunió y los socios presentes acordaron comprar “El Nopal”. Con esa adquisición, había razonado el presidente al empezar las deliberaciones, se cumplirían dos propósitos: desterrar para siempre aquel pueblerino olor a pan recién horneado y, derruido el local de la panadería, contar con más espacio para estacionamiento.
Se formó, pues, una comisión, y al día siguiente los delegados se apersonaron ante el dueño de “El Nopal”.
-Venimos de parte del presidente del Casino –le dijeron– a preguntarle en cuánto vende su panadería, porque necesitamos más espacio para que nuestros socios estacionen sus vehículos.
No dudó en responder el panadero:
-Pregúntenle de mi parte a ese señor que en cuánto vende su Casino, porque yo también necesito más espacio para que mis clientes estacionen los suyos.
Esa anécdota viene en el libro “Relatos y recuerdos”, escrito por don Jesús Eulogio Guajardo Mass. La obra, escrita con ágil y sabrosa pluma, contiene evocaciones de la vida en la vieja ciudad de Monterrey. Sus páginas están llenas de recuerdos nostálgicos, como aquel de los estudiantes que se pasaban la noche estudiando a la luz de una farola en la Alameda, sentados en una silla playera, a fin de aprovechar el fresco de la noche en las noches más cálidas del año.
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El libro está dedicado a la memoria de Guillermo Urquijo Rangel, llamado “El Ciego”, gran humorista y extraordinario dibujante cuyos cartones enriquecieron durante muchos años las páginas del periódico “El Norte”. Yo conocí y traté a ese simpatiquísimo señor, y tengo una acuarela suya que me regaló al término de una noche de bohemia donde él y yo cantamos con acompañamiento de su magnífica guitarra y del nostálgico piano de Roberto “Baby” Herrera, que de Dios goce. En esa acuarela aparece un jacal de campesinos en la Sierra de Arteaga.
Libros como el que digo de don Jesús Eulogio merecen mucho encomio, pues guardan la memoria de las cosas idas, que de ese modo ya no se van, y quedan. También las cosas pueden decir como Horacio en sus Odas: Non omnis moriar, palabras que declaran la aspiración del hombre a no morir del todo, a dejar siquiera sea un recuerdo. Y el recuerdo es una imitación de la vida.