Un hombre extraño
Lo recuerdo como en un sueño dentro de otro sueño. Era él ya anciano; lucía un gran sombrero de ala ancha, de los llamados chambergos, que apenas dejaba ver su cabellera blanca, y llevaba una enorme corbata de moño formada por una banda negra que se anudaba en torno de su cuello y le caía sobre la alba pechera de la camisa.
-Es el Hombre del Corbatón −me dijo el que me lo señaló en una calle de la Ciudad de México.
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Personaje señero de la Capital, “El Hombre del Corbatón” era conocido por la defensa que hacía de pobres reos de quienes ni siquiera se ocupaba el defensor de oficio. Él los buscaba en las cárceles de la ciudad, averiguaba la justicia de su causa −¡tantos inocentes había en la prisión!− y luego tomaba su defensa sin cobrarles un centavo, sólo por la satisfacción de ayudar a aquellos infelices.
No era abogado, pero en materia penal cualquiera podía litigar, y el Hombre del Corbatón lo hacía con la habilidad del más sabio letrado. Su arma principal era alegar la legítima defensa. Esgrimiendo esa argumentación sacó libre hasta al policía que disparó contra el cochero que le dijo una mala razón, y lo mató cuando el coche iba ya a más de 50 metros de distancia. Legítima defensa.
Acabo de leer la autobiografía del Hombre del Corbatón. Hermoso libro es éste, publicado en 1945. La edición es modesta, modestísima, pero el libro vale oro, igual que el hombre que en él puso sus recuerdos.
Se llamaba José Menéndez. Español, nació en 1876 en Luanco, un pueblo perteneciente a Asturias, cerca de Pravia.
Lo mejor del mundo, Europa.
Lo mejor de Europa, España.
Lo mejor de España, Asturias.
Lo mejor de Asturias, Pravia.
Jovencito, Menéndez fue a Cuba, y de ahí pasó a México. Se enamoró de este país y se quedó a vivir ya para siempre en él. Habla en su libro con encendida verba de las bellezas que hay en México y de las cosas buenas que por aquí se dan. De Coahuila aparecen mencionadas dos:
“... ¡Este es mi México lindo! Póngase un cuete de mi parte −yo pago− con tequila de Jalisco, con mezcal de San Luis, con sotol de Durango, con bacanora sonorense, con charanda de Michoacán, con manche costeño o con Parras fronterizo...”.
Y otra:
“... ¿Ya probaron la barbacoa de cabrito de Villaldama, el pozole guerrerense, los antojitos de Guadalajara, el mole de Oaxaca, las carnitas de Michoacán, los tamales de la costa y las enchiladas de Beatricita? (Esta Beatricita ha de ser la de los famosos Tacos Beatriz que todavía alcancé a disfrutar en la Ciudad de México). Y ¿qué me dicen de los duraznos de Jalapa, de las tunas y colonche de San Luis, de las naranjas de Chapala, de los mangos de Córdoba, de las fresas de Irapuato, de las limas de Chamacuero, de los camotes de Puebla, de los membrillos de Uruapan, de las manzanas de Zacatlán y de Saltillo, que nada le piden a las mejores?...”.
¿No se referiría Menéndez más bien a los perones saltilleros, que alcanzaron, en efecto, fama nacional? Quién sabe. Comoquiera, sea esta evocación un pequeño homenaje a aquel gran español que vino a México y se enamoró de él.