Existe un consenso cada vez más extendido, en el sentido de que han perdido fuerza y atractivo los debates entre profesionales de la política. Me atrevería a decir que esto es así en el mundo entero. En México los debates entre candidatos a la Presidencia de la República suelen llamar más la atención del público, pero actualmente incluso éstos se han desplomado en el interés que suscitan. Atrás quedó el histórico debate en el que Diego Fernández de Cevallos paralizo al país entero y desmitifico al PRI-Gobierno.
Por un lado, tenemos el desprestigio creciente de la clase política, y por el otro, tenemos a candidatos que suelen caer en lugares comunes y en descalificaciones mutuas, síntomas ambos de la crisis por la que atraviesa la democracia electoral. El impacto de los debates suele ser mínimo y bajos los “ratings” de estos ejercicios.
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¿Pasarán por la cabeza de estos personajes y por la de sus asesores preguntas relativas a los intereses, aspiraciones, expectativas, anhelos y temores, no pocas veces en conflicto, de sus votantes potenciales? Me atrevo a sostener que no. El debate que protagonizaron Xóchitl Gálvez, Claudia Sheinbaum y Jorge Álvarez Maynez parece no haber sido la excepción.
En mi opinión, los tres candidatos dejaron mucho que desear. Claudia salió a cuidar la figura, no arriesgó, no se enganchó en nada, ignoró a su principal adversaria para así seguir nadando de muertito hasta que llegue el 2 de junio. Por su parte Xóchitl lució nerviosa, tan sobrepreparada que no logró decidir con qué atacar a la puntera y fijar postura. Tuvo momentos buenos, trató de sacar a Claudia de su madriguera sin mucho éxito y cometió el peor error que puede cometer un aspirante: cerrar su participación leyendo tarjetas preparadas por sus asesores. Jorge Álvarez Maynez era el que sonreía.
Al parecer los postdebates generan más atención. Son las polémicas y debates en torno a lo que sucedió en los debates mismos. En estos ejercicios, la confrontación de ideas es más libre, no tiene que plegarse a tantas reglas innecesarias. No es infrecuente que quienes debaten suelan ser mejores que los propios candidatos.
Más allá de mi opinión, esta vez el postdebate decidió al ganador y en ello no hubo duelo alguno, la oposición salió a cantar su derrota. Por un lado, los opinólogos antisistema de la Ciudad de México decretaron que como Xóchitl Gálvez no arrasó, resultó perdedora y la ganadora indiscutible fue Claudia Sheinbaum. Por su parte, la partidocracia salió a defender lo indefendible. Siendo la loza más pesada para la candidata de oposición, no hay mucho que las dirigencias partidistas puedan hacer o decir para reivindicar una victoria.
Como en las mejores épocas del viejo PRI, en el frente oficialista que tan bien representa Morena, fue total el cierre de filas. Pregonaron un triunfo arrollador de la candidata oficialista, triunfo que sólo ellos vieron, pero que sin duda aprovecharon ante la claudicación opositora. ¿A quién le dan pan que llore?
La semana del postdebate ha sido una semana negra para Xóchitl. La campaña está a punto de terminar y es hora de que no consigue articular una postura clara y precisa en cuanto a su relación con los partidos que la postulan, particularmente con los bandoleros que los encabezan.
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Pero no hay pretexto que valga. Los electores son adultos, con problemas y necesidades, éxitos y logros. Sólo a ellos corresponde elegir un destino para el país que quieren, poco importa que las candidatas les hablen como si fueran niños malcriados a los que hay que prometer toneladas de dinero, programas sociales y dádivas, como si los recursos públicos no tuvieran un límite.
Los ciudadanos serán los únicos responsables de los resultados del próximo 2 de junio, serán también quienes apechuguen ante las consecuencias, unos más que otros.