Saltillo: El reloj y el corsé

Opinión
/ 22 julio 2024

El licenciado Manuel Rodríguez Tejada, llamado por todos “Manolín”, tenía poéticas aficiones. Poseía también etílica afición. Profesaba la cátedra de Literatura en el Ateneo Fuente. No sé si fue Baco o fue la literatura, el caso es que con los años se le anubló la razón. Dio entonces en peregrinas ocurrencias que asombraban a todos, y a todos les suspendían el ánimo. Manolín afirmaba, por ejemplo, que estaba entregado a una audaz empresa del pensamiento que nadie en toda la historia de la Humanidad había intentado: demostrar matemáticamente, por medio de ecuaciones algebraicas, la virginidad de María.

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Manolín tenía tres hermanas, las tres solteras. Llamábase la primera Luz. A más de soltera era solitaria. Metida en sí misma, no gustaba de conversaciones. Rehuía el trato aun de los suyos. Guardaba una balumba de libros sobre hierbas curativas que leía una y otra vez, y de los cuales sacaba recetas para hacer pócimas, elíxires y otros variados remedios que vendía a los vecinos.

Pepa, la segunda, había sido maestra. Una pasión contrariada –al decir de la gente– le trastocó la mente para siempre, y vivía como en otro mundo, sin darse cuenta de los afanes y mezquindades de éste. Muchos loquitos había entonces en Saltillo. En la cifra de ellos cuenta esta pobrecita Pepa, que para nada más contaba.

La tercera hermana era Chita, la más joven. Vivaz, gustaba de fiestas y saraos. Cuando iba a un baile se rizaba el cabello con tenacillas calentadas en las ascuas que ardían en el fogón de la cocina. Usaba corsé, y como el licenciado Rodríguez no se abajaba a la vulgar tarea de apretárselo había que llamar a algún muchacho de las casas vecinas para que cumpliera la tarea de atarle con mucha fuerza a Chita las cintas del corsé. No se afrentaba la damisela de que la vieran en ropas muy menores aquellos mocetones. Ella lo que quería era lucir su cintura de odalisca o hurí.

En sus últimos años cayó el licenciado Rodríguez en una infinita melancolía de la que nada ni nadie lo pudo ya sacar. Se pasaba el tiempo sentado en su sillón Voltaire en la sala de la casa, con la mirada fija en un reloj de péndulo. Decía que cuando se detuviera la marcha de aquel reloj moriría él. Todos cuidaban de darle cuerda –al reloj, no a Manolín– para que no cesara nunca el ritmo acompasado de su péndulo. Cierto día a alguien se le olvidó hacerlo. Una de las hermanas, que trajinaba en la habitación contigua, se extrañó al no oír el monótono ruido que hacía el péndulo. Entró en la sala y vio a su hermano en el sillón, como dormido. Estaba muerto.

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Nadie recuerda ya a Manolín Rodríguez. En el olvido quedaron sus literaturas y sus empeños teológico-matemáticos. Nadie recuerda tampoco a sus hermanas. Son ahora sombras que pasan en silencio por la memoria vana de un cronista que no tiene nada mejor qué hacer que recordar. Alguna vez ese cronista será también sombra que pasa. En este momento está frente a su propio reloj, esperando el día en que se detendrá.

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