Secretos de la luna de miel

Opinión
/ 6 febrero 2024

En Estados Unidos fue moda durante muchos años que los recién casados fueran a pasar su luna de miel en Niagara Falls. Esa costumbre venía desde el siglo 19. Oscar Wilde visitó las famosas cataratas en el curso del viaje que hizo a Norteamérica. La gran caída de agua no impactó mucho al flemático escritor. Manifestó:

-Esto sería más impresionante si el agua subiera en vez de caer.

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Alguien le dijo que todas las novias yanquis iban a pasar ahí su luna de miel. Y comentó Wilde:

-Seguramente ver las cataratas es la primera decepción que sufren antes de la otra que por la noche sufrirán.

Había por aquellos años un cuentecillo en forma de diálogo breve:

-¡Por favor, no quiero ir a las cataratas del Niágara!

-Cállese, suegra, y métase ya en el barril.

La primera vez que fui a estudiar a España −eran aún tiempos de Franco− los novios españoles de la high iban a Mallorca. Ese sitio tenía aura romántica, pues ahí vivieron sus tristes amores Chopin, que tenía alma de mujer, y Aurora Dupin, que vestía, caminaba y hablaba como hombre, y que además usaba nombre masculino: George Sand. Las parejas que no tenían dinero para viajar en barco o en avión iban a San Sebastián y pasaban la noche de bodas −una solamente, pues más no podían pagar− en el famoso hotel “María Cristina”. En cierta ocasión yo me alojé ahí, también una sola noche, y además sin compañía. El botones me dijo:

-A ver si puede usted dormir.

Le pregunté por qué, y me dijo que como el hotel era de recién casados las camas –entre ellas la que iba yo a ocupar– ya se movían solas.

Por su parte las parejas bien de Saltillo emprendían en automóvil el viaje de bodas rumbo a la Ciudad de México. No se sabe de ninguna que haya pasado más allá de Matehuala, ciudad que curiosamente era llamada “El Puerto de Palos”, no sé por qué, pues ahí no hay mar. Aún en nuestros días muchas señoras de madura edad suspiran al pasar frente al Motel “Las Palmas”, pues en una de sus habitaciones dejaron su doncellez que, dicho sea de paso, no les servía para nada.

Los novios de Monterrey, por su parte, tomaban el tren en la estación Colón. Las amigas de las recién casadas les preguntaban a su regreso, llenas de curiosidad:

-Y dinos: ¿dónde sucedió “aquello”?

Contestaban las ruborosas desposadas:

-No sé exactamente dónde fue, pero olía a tabaco.

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Y es que los ardientes galanes ya no podían esperar más, y consumaban “aquello” en el camerino cuando el tren iba pasando apenas frente a la Cigarrera La Moderna, que estaba a siete cuadras de la estación del ferrocarril.

Benditos tiempos aquéllos, e inocentes, en que las cosas pasaban cuando debían pasar, aunque fuera apresuradamente. Las costumbres han cambiado –verdad de Perogrullo–, y ahora todo es al revés. Antes las parejas se conocían, se trataban, se casaban y luego tenían un hijo. Ahora tienen un hijo y a veces se casan, se tratan y finalmente se conocen.

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