Viñetas de Saltillo
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Fue el licenciado Severiano García −el Chato Severiano, como con gran cariño le decían los estudiantes del Ateneo Fuente− un saltillense de ingenio excepcional. Cierto alumno suyo lo invitó un día al estreno de su automóvil último modelo. Para mostrarle la precisión del volante le señaló un papel que estaba tirado en medio de la carretera, y pasó las llantas por encima de él. Quiso probarle después la excelencia de los frenos, para lo cual imprimió al coche la máxima velocidad y lo llevó derecho a un árbol de grueso y amenazante tronco que estaba a un kilómetro de distancia. Aplicó los frenos sólo en el último segundo, de modo que el vehículo se detuvo, entre chirriar de frenos y humear de llantas, a escasos milímetros del tronco. “¿Qué le pareció, maestro?” –preguntó el osado conductor−. “Formidable −fingió el Chato que le temblaba la voz−. Pero ahora llévame allá donde quedó el papel”. Cuántas cosas de broma y travesura podrían contarse del Chato Severiano, saltillense de genio, ingenio sin igual.
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Don José García Rodríguez, amable escritor de cosas de Saltillo, habló del tío Baticolas, personaje del Ojo de Agua muy famoso. Gustaba el tío Baticolas de empinar el codo más de lo que aguantaba el resto de su cuerpo. Al regresar cierta noche de una de sus francachelas, tuvo necesidad de desahogar cierta necesidad menor, para lo cual buscó el arrimo de una pared sumida en discreta oscuridad. Muy cerca estaba una fuente de cuyo grifo salía un chorro cantarino. El rumor de aquellas aguas se le confundió al tío Baticolas con el ruido de las propias. Durante largo tiempo estuvo quieto, oyendo el chorro de la fuente, que seguía y seguía sin parar. Al fin alzó los ojos al cielo y dijo con gran resignación:
-Dios mío, si es tu deseo que de mí salga el segundo diluvio universal, hágase tu santísima voluntad.
Cosas del viejo Saltillo, con el encanto de las cosas viejas.
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Quiero ahora recordar los viejos pregones que en el Saltillo de ayer se escuchaban. El de aquel viejecillo que vendía una redundante nogada de nuez, golosina que tenía sabor de gloria pese a deficiencias de gramática. El del afilador, con su lastimero caramillo que cantó María Enriqueta Camarillo. El lacónico grito de aquel anciano vendedor que con una sola palabra anunciaba su mercancía: “Miel”. Era un delicioso aguamiel, fresco como el agua y dulce como la miel. Y luego la voz bronca de aquel hombrazo que muy de mañanita gritaba: “¡Qué buenas cabezonas!”, proponiendo así a la gula temprana de los saltillenses su humeante barbacoa. Cosas muy buenas tienen nuestros tiempos, pero muy buenas cosas tenían también los ya pasados. Entre ellas esos gritos de los pregoneros, cuyos ecos oímos todavía como una voz nostálgica de ayer.
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“Todos los males de la cabeza se curan con salicilato, los del pecho con benzonato, los del estómago con carbonato, y los de más abajo con permanganato”. Así de simple era el recetario de un viejo médico saltillense, a quien la gente llamaba “el doctor Ato”, y que fiaba solamente a esos remedios, terminados todos en -ato, el bienestar de sus pacientes. Salutífero ha sido siempre el clima de Saltillo, no maligno y peligroso como el de otras latitudes. En ese clima bueno tenemos otra de las ventajas de vivir en nuestra ciudad, que tantos beneficios brinda a quienes son sus moradores. Sintámonos afortunados de ser habitantes de esta ciudad amable que tantos dones generosos nos ofrece, a los que debemos corresponder con obras buenas.