Temores de fin e inicio de año: Mantener la esperanza

Opinión
/ 27 diciembre 2024

Tan peligroso como el optimismo sin base es el pesimismo que ninguna luz mira en la oscuridad y que todo lo ve de color negro

Todos los días llegaba un individuo al templo y se postraba a los pies de la imagen del Crucificado. “¡Señor! −clamaba con gemebundo acento−. Tengo un pecado grave que no puedo confesar a ningún hombre. ¡Sólo tú, Señor, me puedes perdonar!”. Una y otra vez repetía su precación. Intrigado por el dolor del infeliz, el cura párroco ideó una piadosa estratagema a fin de consolarlo: ató al sacristán a una cruz y lo instruyó para que oyera al pobre hombre y le otorgara el perdón que suplicaba. Llegó el hombre, y en la penumbra de la iglesia se postró ante el madero al cual estaba atado el sacristán. “¡Señor! −empezó su precación−. ¿Por qué no me oyes? ¿A quién voy a confiar mi gran pecado?”. “A mí, hijo −habló el sacristán con grave voz−. Te escucho. Recuerda que no hay pecado, por grande que sea, que yo no perdone. Muy grandes son las culpas de los hombres, pero infinitamente mayor es mi bondad”. “¡Gracias, Padre!” −exclamó con emoción el hombre−. ¡Ahora sí ya puedo confesar mi culpa! Señor: me acuso de que me estoy tirando a la mujer del sacristán”. “¡Hijo de la chingada!” –prorrumpió hecho una furia el chupacirios−. El otro se consternó: “Señor –dijo temblando−. ¿Tan grande es mi pecado que me maldices así con tus divinos labios?”. Respondió con iracundia el sacristán: “¡Pendejo! ¡Ése no es un pecado! ¡Es una chingadera! ¡Que alguien me desamarre! ¡Voy a matar a este cabrón!”. Al escuchar tan desaforados dicterios el tipo salió corriendo y fue hacia el párroco. “¿Qué sucede, hijo?” −le preguntó éste. “Señor cura –respondió el hombre, azorado−. Nuestro Señor se indignó por un pecado que le confesé, y me llenó de maldiciones”. “¿Qué pecado es ese?” −quiso saber el sacerdote−. “Padre –respondió, avergonzado, el individuo−. Sucede que me estoy tirando a la mujer del sacristán. Eso causó la ira del Señor, hasta el punto en que dijo que si lo quitan de la cruz me va a matar. Voy a irme del pueblo”. “¡Ah, jijo! −se asustó el sacerdote−. Entonces vámonos los dos”... A propósito de temores, en años pasados han sucedido en los últimos meses cosas malas que en su tiempo pusieron alarma y desasosiego en el país. Tenemos ya miedo de los finales de año y de los principios del que sigue. ¿No sería posible que el año acabara en julio, o a más tardar a mediados de agosto? Cuando pensamos que hemos pasado ya lo peor, que nos aguardan días mejores, nos da su coletazo el año, como ahora con las amenazas de Trump por el fentanilo y los migrantes. Sin embargo, no hemos de renunciar al pensamiento de que las cosas no serán tan graves. Ésa no es actitud de cándidos: es convicción de que haremos frente a las torpezas y necedades del magnate. Tan peligroso como el optimismo sin base es el pesimismo que ninguna luz mira en la oscuridad y que todo lo ve de color negro. Rechacemos por igual al que no mira la evidencia de los hechos que al pesimista que por sistema frunce el ceño −y otras partes− y vive en constante desesperación. En una sociedad sana no sirven ni Cándido el de Voltaire ni Casandra la de Homero. El ciudadano común abomina de los dos aun sin conocerlos: sabe que la verdad acaba por imponerse siempre, y vive con esperanza. Bien haya el que en medio de la tormenta conserva la calma y el buen sentido... “¡Quiero a mi mamá! −gemía un pollito−. Le dijo lleno de compasión un Viejo gallo: “Tú no tienes mamá, pollito. Te trajo al mundo un foco de 100 watts”... FIN.

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