Teresa de la Parra: Nostalgia del mundo que se fue
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Hay una belleza discreta y penetrante en el libro “Memorias de Mamá Blanca” de la escritora venezolana Teresa de la Parra. Aunque la obra vio la luz en 1929, se mantiene radiante y novedosa. Dicen, quienes la han leído, que se trata de una novela. Clasificarla no me parece tan sencillo. Primero, hay un ejercicio de metaliteratura. Es decir, se trata de un libro dentro de otro libro: una escritora se presenta en las primeras páginas y advierte que lo siguiente serán los escritos de una anciana llamada “Mamá Blanca”, a quien conoció tiempo atrás. Esto evoca una tradición muy europea de clásicos como Don Quijote, El Decamerón o Las mil y una noches, por mencionar algunos. Segundo: el personaje de Mamá Blanca me pareció uno de los más interesantes que he visto últimamente, pero sus memorias solo abordan las épocas de la infancia. En realidad, esta “novela” es una compilación de retratos hermosos de niñas, vaqueros, nanas, árboles y el campo, idealizado bajo el nombre de Piedra Azul.
Teresa de la Parra es de esas narradoras caleidoscópicas y poéticas, al estilo de Elizabeth Gaskell, Virginia Woolf o Nellie Campobello. También es de la estirpe de los maestros de la estampa literaria, como Juan Ramón Jiménez. Los capítulos de “Memorias de Mamá Blanca” se conectan por el universo infantil y la nostalgia, pero no hay una historia definida ni una única trama, como sucede convencionalmente en las novelas. Desde las primeras líneas el libro enamora y conquista por su agilidad, profundidad y encanto. Sinceramente, cuando llegué a la última página, deseé que existieran más diarios de Mamá Blanca para saber cómo se convirtió en esa mujer querida y sabia. Algunos la consideraban tonta por haber fracasado en las cuestiones materiales, pero había triunfado en las del alma.
“Debo advertir que Mamá Blanca, cuyo amor maternal, traspasando los límites de su casa y su familia, se extendía sin excepción sobre todo lo amable: personas, animales o cosas. Vivía sola como un ermitaño y era pobre como los poetas y las ratas”, describe la editora que introduce la narración. El retrato que hace Mamá Blanca de sí misma es más dulce: “Blanca Nieves, la tercera de las niñitas por orden de edad y de tamaño, tenía entonces cinco años, el cutis muy trigueño, los ojos oscuros, el pelo muy negro, las piernas quemadísimas de sol, los brazos más quemados aún, y tengo que confesarlo humildemente, sin merecer absoluto semejante nombre, Blanca Nieves era yo”. Las otras hermanitas se llamaban Aurora, Violeta, Estrella, Rosalinda y Aura Flor. En más de una ocasión Mamá Blanca se ríe de lo amoroso y cursi de los nombres. El padre, quien anhelaba intensamente un hijo varón, y se quedó con esta “hilera de las más dulces manifestaciones de la naturaleza”, se llama don Juan Manuel, igualito que el celebradísimo autor de “El conde Lucanor”.
Personajes como el primo Juancho, Vicente Cochoho, el vaquero Daniel y sus vacas Nube de Agua, Flor de Sáuco, Viuda Triste, Noche Buena y Rayo de Sol (“las vacas tenían nombres semejantes a los nuestros, sin que hubiese plagio”, escribe Mamá Blanca) son retratados con tanta maestría que es posible verlos andar o escucharlos contar sus historias. La narradora, siendo una vieja, ve todo con sus ojos de niña. El libro, en realidad, es un homenaje a la infancia idílica, a la pérdida del paraíso físico (el campo) y espiritual (el pasado). Hay una crítica al progreso que convierte los más bellos paisajes en caminos de concreto y muros a veces elegantes.
Teresa de la Parra (1889-1936), que en realidad se llamaba Ana Teresa Parra Sanojo, pone mucho de su propia vida en Mamá Blanca. Educada por temporadas en Europa y Venezuela, plasma en su literatura la nostalgia por el terruño. “Memorias de Mamá Blanca” fue su segunda obra más famosa; la primera, “Ifigenia”, novela de corte feminista que colocó a De la Parra como una de las figuras esenciales de la literatura venezolana. Su prosa lírica y fresca hace que sus libros formen parte, sin ningún esfuerzo, de nuestras lecturas más entrañables.