Muy curiosa palabra es “relación”. El diccionario de la Academia no registra el significado que los mexicanos le damos a esa voz, la cual usamos para designar un tesoro oculto. Don Francisco J. Santamaría, consumado filólogo, explica el sentido del concepto, y dice que antiguamente se acostumbraba adjuntar a las riquezas sepultadas en la tierra un mensaje -la relación- en el cual se explicaba el origen del tesoro y el uso que quien lo hallara le debería dar.
En las conversaciones de antes, sobre todo las de cocinas en los ranchos o las pláticas de criadas, se contaban siempre cuentos de relaciones, ligados casi siempre a encuentros con “espantos”, almas en pena, aparecidos que vagaban por el mundo y que jamás podrían descansar hasta que alguien hallara la relación y empleara su fortuna en la forma en que quien la enterró había dispuesto.
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Yo no creía en historias de tesoros, pero dos acontecimientos me hicieron cambiar de opinión. O más bien tres. En una casa de mi barrio nativo, el de la calle de General Cepeda, un albañil se dispuso a retirar la campana del antiguo fogón de la cocina. Le dio un golpe con su mazo, y salió de la pared una tintineante cascada de moneditas de oro.
Años después se hacían obras de pavimentación en una calle de cierta populosa colonia en la ciudad, y la máquina que hacía el aplanado desenterró una olla con dinero. En cuestión de segundos desaparecieron las monedas: el operador de la máquina y los vecinos se encargaron de dar buena cuenta de aquel tesoro oculto que salió a la luz.
El tercer suceso aconteció no hace mucho tiempo en un rancho vecino del Potrero. El dueño del solar estaba barbechando su labor cuando la reja del arado golpeó contra un objeto sólido. Pensando que sería una piedra, el hombre cavó un poco para sacarla. Sorpresa: era un gran cofre de metal lleno de barras de plata. Eso se dice, al menos. El mismo día del hallazgo el sujeto desapareció y hasta la fecha nadie lo ha vuelto a ver. Alguien del rancho dijo haber oído que el hombre se hallaba en Monterrey, viviendo en una casa muy elegante, y con una señora que no era la misma que en el rancho tuvo.
Eso de los tesoros es muestra del eterno deseo de los hombres por alcanzar fortuna. El dinero no compra la felicidad, es cierto, pero permite alquilarla, aunque sea por ratitos. Yo, por mi parte, no espero encontrarme algún tesoro. Muchos tengo aún en la vida –la salud, mi familia, mi trabajo, mis amigos, mis andanzas de juglar-, de modo que no necesito hallar la relación. Pero si la hallo no la desdeñaré. Un hombre afortunado, dijo Butler, es aquel que desprecia el dinero... o que lo tiene en cantidades suficientes.