Estos esposos tenían más de 30 años de casados. Con el paso del tiempo la intimidad entre ellos se había vuelto poco íntima: aquel ardiente amor del principio se fue apagando poco a poco. Dio paso a la indiferencia, y luego a un total alejamiento de almas y -lo que es peor- de cuerpos. Las almas como quiera. Parecían el hombre y la mujer dos icebergs que navegaran en forma paralela por un gélido mar. Ustedes habrán de perdonar el símil. Dijo el poeta que la peor forma de soledad es la de dos en compañía. No lo dudo.
Un buen día, sin saber cómo, apareció en su conversación la palabra “divorcio”. ¿Por qué cayeron en la idea? Ni uno ni otra acertarían a explicar lo que ocurrió. Habían dejado de amarse, sí, pero se respetaban. Sin embargo se asemejaban ya a aquellos casados que decían que entre ellos no había ni un sí ni un no: el puro qué te importa. Andaba cada uno por su lado; jamás salían juntos; casi no se hablaban. No obstante eso ninguno tenía chimenea en otra parte, ni traía algún plan húmedo. Igual les hubiera sido seguir juntos. Pero unos compadres suyos se habían divorciado, y ellos pensaron que también podían darse el mismo lujo. ¿Para qué, entonces, sirve el dinero?
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En un principio los hijos se consternaron al saber la noticia del divorcio.
-Son cosas de mamá -dijeron las hijas.
Y los hijos dijeron:
-Son cosas de papá.
Después, aquello les pareció lo más natural del mundo, si se exceptúa la naturaleza. Además era mejor así: preferible divorciarse a vivir como habían vivido el abuelo y la abuela, que se mantuvieron juntos hasta el final de sus respectivas existencias, pero él le decía a ella “vieja pendeja”, y ella le decía a él “viejo cabrón”.
Se divorciaron, pues. Él se mudó a un departamento, y ella cambió de peinado. Escogió uno que su marido no la dejó nunca que se hiciera; peinado muy parecido al de Elizabeth Taylor en la película “Cleopatra”. Se sintieron muy bien los dos. Lo mejor de la libertad es que es muy libre.
Cierto día él la llamó por teléfono.
-¿Cómo estás?
-Muy bien -respondió ella luego de una pausa-. ¿Y tú?
Él vaciló también antes de contestar:
-También.
Hablaron brevemente, y luego ella le preguntó el número de su teléfono. Pocos días después fue ella la que habló:
-¿Cómo estás?
-Bien -respondió él-. (La pausa antes de contestar fue ahora más larga). ¿Y tú?
-También.
Y fue mayor también la vacilación de ella al contestar.
Una tarde hicieron una cita. Se trataba nomás de ir a tomar un café. Hablaron bastante, y casi todo lo que hablaron fue para responder a una pregunta que surgió muchas veces en la plática: “¿Te acuerdas?”.
No alargo más la narración. Me gustaría decir que este hombre y esta mujer han vuelto a vivir juntos. ¿A quién no le gustan las historias con final feliz? Quizá nomás a Dostoievski. Pero no puedo mentir: ella sigue en su casa, y él sigue en su departamento. Sin embargo, diré algo que me contó una de las hijas de esa pareja. Me dijo con sonrisa traviesa:
-Papá y mamá salen juntos un día por semana, y regresan oliendo a jabón chiquito.
Jabón chiquito es el que se usa en los moteles de paso, que ahora se llaman de corta estancia o pago por evento.