Tiempo de gatos

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Desde niño oí hablar de Otilio González. En una antigua casa de la calle de Hidalgo sur vivía aún su madre, y con ella la hermana del poeta y su menor hermano, Héctor González Morales, que era también poeta, y hacía teatro. En esa casa se hablaba del querido muerto como de un ser amado que andaba en largo viaje, pero que cualquier día iba a regresar.
La leyenda aureolaba el recuerdo del bardo caído en flor de edad. Escuché en aquel tiempo un relato que me estremeció, quizá legendario. Por uno de esos sombríos azares de la vida -o de la muerte- el hijo del poeta llevaba el mismo nombre que el del sicario que asesinó a su padre. Al terminar el sepelio del difunto su viuda fue al Registro Civil a tramitar el cambio de nombre para su hijo. Le puso otro, y prohibió que en su casa se mencionara el nombre que antes se decía con amor y ahora tenía resonancias de odio.
En el libro “Incensario” viene un extraño poema de tema inusitado: “Los amores de los gatos”. En él describe Otilio el amoroso -y sonoroso- encuentro de gatos y de gatas en la nupcial alcoba de las azoteas. Hay un dicho que también me hace estremecer: “Los amores de los perros se ven. Los de los gatos se oyen. Los de los hombres se saben”. ¡Brrr!
El asunto y lo descriptivo de los versos de ese poema de González, “Los amores de los gatos”, deben haber hecho que se enarcaran las cejas de más de algún purista de la moral o de la estética.
“... Los bravos, los fuertes, los machos zahareños,
triunfantes y altivos alzan la cabeza;
ellos son los dueños
de las tiernas hembras por cuya guapeza
jugaron la vida con ardiente celo
bajo la indecisa claridad del cielo...
Por eso en arrimo de amores fogosos
les tocan las ancas redondas y henchidas,
los flancos felposos;
les peinan el cuello con tibias lamidas,
les rascan el vientre acariciadores,
y ellos y ellas tiemblan con vagos temblores...
Mimosas y quietas consienten las gatas;
extienden el cuerpo cuanto largas son,
y, al aire las patas,
se dan deseosas a la dulce unión...”.
El “Incensario” de Otilio González lleva prólogo de Jesús Urueta, el máximo orador mexicano de la época en que el libro apareció. Como todos los oradores, don Chucho se las arregló para expresar el menor número posible de ideas con la mayor cantidad posible de palabras, y con las más grandílocuas. He aquí una muestra mínima:
“... La Musa de usted se parece a la divina Eos de Homero, la del trono de oro, la que con sus dedos color de rosa derrama la luz de las mañanas sobre los trabajos de los hombres y las glorias de los dioses. Y yo ahora no puedo acercarme a esa criatura uraniana: la ahuyentaría mi torvo espíritu, se irritarían más contra mí los Inmortales, y me castigarían las Furias...”.
A’i nomás.