Un poeta y un cazador
- I -
Amable personaje era don Jacobo M. Aguirre, que tiene nombre de calle. Como su nombre lo indica, era jacobino. Insigne librepensador, era también crítico del Gobierno. Eso, en tiempos del porfiriato, no era enchílame otra. En cierta ocasión resbaló en el lodo de una calle y cayó cuan largo era −no era muy largo− en el cenagoso barrizal. Ahí mismo, caído, improvisó esta cuarteta en versos octosílabos:
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que esta maldita calle.
Lo que yo no sabía es que don Jacobo M. Aguirre tuvo ocasión de lucir sus cualidades de improvisador al lado nada menos que de Manuel José Othón, el inmenso autor del “Idilio Salvaje”. Ambos eran hombres de buen comer y de mejor beber. En cierta ocasión, entre copa y copa, hablaban de cómo un hombre es olvidado tan pronto desaparece de la tierra. Meditabundo y triste, pensando quizá en la muerte que pronto le llegaría, el poeta de San Luis se dirigió en verso al bardo saltillense:
-Si oís contar de este infeliz la historia,
ya que en la tierra hasta el amor se olvida,
¿beberéis una copa a su memoria?
Con rapidez le contestó don Jacobo:
-La beberé si alguno la convida.
- II -
Cazador que no es mentiroso, afirma el sabio dicho, no es cazador.
En Saltillo tuvo fama de supereminente cazador un señor de nombre don Anselmo cuyo apelativo me reservo para proteger al no tan inocente. Un día relató:
-Mi jefe de la oficina me pidió un cuero de venado para regalárselo a su esposa. Pero no debería vérsele el agujero −al cuero, digo, no a la esposa−, pues lo quería para tapete. ¿Cómo cumplir aquel encargo tan difícil? Buen tirador sí soy, pero pegarle en el ojo a un venado a 100 metros de distancia es algo muy difícil, aun para mí. Desesperaba ya de poder lograr aquel trofeo sin agujero cuando hace un mes se me presentó finalmente la ocasión. Vi un venado muy bueno: 24 puntas. Me le acerqué despacio. Logré que no se alejara mediante el truco de ir haciendo gestos, dengues y toda suerte de visajes, que el venado, inmóvil, seguía con atención y curiosidad. Así lo entretuve hasta que llegué a unos 15 pasos de él. Entonces, teniéndolo al hilo de mi rifle, bostecé. Ustedes saben muy bien que el bostezo es contagioso: cuando alguien bosteza, a todos nos dan ganas de bostezar. Bostecé, pues, y el venado bostezó también. Ese era el momento que estaba yo esperando. Disparé. La bala le entró al venado por el hocico y le salió por el fundillo. Cayó bien muerto. Y el cuero no tiene más agujeros que aquellos dos que dije. Pero esos no se los hice yo: se los hizo la naturaleza.
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San Huberto es el santo patrono de los cazadores. Su fiesta se celebra el 3 de noviembre. Contaba que siendo todavía un descreído salió a cazar en Viernes Santo, tremendo sacrilegio. Persiguió a un ciervo en su caballo. A punto de dispararle la saeta, de súbito el venado detuvo la carrera, y se volvió hacia él. Entre los cuernos le había aparecido un luminoso crucifijo. Entonces Huberto oyó una voz que le decía: “Si no te dejas cazar por mí, te cazará el demonio”. Así se convirtió a la fe.
Conmovedor relato. Y muy creíble, si no lo hubiera dicho un cazador.