Uruguay: El Palacio Salvo en Montevideo y la arquitectura como desafío al olvido

Opinión
/ 30 mayo 2025

El nombre del palacio proviene del apellido de los hermanos Ángel, José y Lorenzo Salvo, empresarios textiles que decidieron financiar su construcción. Así jugaron su carta en la partida imposible de ganar contra el olvido

Soy un amante de la arquitectura. Esa es una de las razones por las que disfruto tanto caminar largas distancias. En cada ciudad descubro nuevas formas de expresión humana a través de ese arte que va mucho más allá de satisfacer la necesidad de alojamiento con edificaciones funcionales. Y durante mi actual recorrido por Centro y Sudamérica, me he dado vuelo contemplando casas y edificios que son auténticas joyas de valor incalculable.

Montevideo es, junto con Buenos Aires, una ciudad llena de edificaciones que dejan a uno boquiabierto. Al caminar por sus calles, uno puede imaginar un tiempo en que se daba plena libertad a quienes practicaban la arquitectura, permitiéndoles desplegar todo su potencial creativo. Las limitaciones parecían reducirse al espacio disponible porque, fuera de eso, da la impresión de que hicieron cuanto se les antojó. Y, por supuesto, en gustos se rompen géneros, pero me atrevo a decir que nadie puede circular con indiferencia al recorrer por primera vez las calles de estas capitales australes.

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Entre tantas maravillas, hay un edificio que me atrapó de manera especial: el Palacio Salvo, ubicado frente a la Plaza Independencia de Montevideo. Según mis indagaciones, fue diseñado por el arquitecto italiano Mario Palanti e inaugurado en 1928. Por mucho tiempo fue el edificio más alto de América Latina, pero su altura es, quizás, lo menos relevante. Lo verdaderamente impactante es su estilo: un art déco ecléctico, con detalles góticos y neoclásicos que lo hacen único, hasta el punto de provocar un asombro que sólo puede expresarse como: nunca había visto algo así.

El nombre del palacio proviene del apellido de los hermanos Ángel, José y Lorenzo Salvo, empresarios textiles que decidieron financiar su construcción. Así jugaron su carta en la partida imposible de ganar contra el olvido. Lo hicieron de la mano de un artista pagado, como tantos otros que, a falta de talento, tienen dinero. Y visto desde la perspectiva de quien se queda como bobo contemplando el edificio desde todos los ángulos posibles, no queda más que lanzar un “qué bueno” para mi propio deleite egoísta.

Me parece que los hermanos Salvo, lejos de estar en la onda actual de “maximizar sus utilidades”, habrían considerado que un edificio estrictamente funcional era una “mejor inversión”. Pero ellos querían trascender, dejar huella. Mandaron hacer algo inevitable para la vista, le pusieron su apellido y le regalaron a la ciudad —que los acogió como migrantes italianos— una joya con aspiración de eternidad. No fueron los únicos: tanto en Buenos Aires como en Montevideo abundan las obras que resisten el paso del tiempo. Y no sólo en forma de grandes edificios; también casas, jardines, estaciones de tren e incluso tumbas florecieron durante un periodo en que la belleza parecía un propósito legítimo.

$!FOTO: MIGUEL CRESPO

Hoy, seguramente por razones técnicas propias del oficio, las grandes obras se destacan más por su tamaño que por su estilo, y tienden a lucir muy similares. Eso es bueno para el flujo de personas: evita que bobos como yo nos quedemos allí, detenidos, contemplando. Pero también significa que los arquitectos y quienes financian sus proyectos pasarán más rápido al olvido. A fin de cuentas, todos acabaremos allí, aunque algunos, como los hermanos Salvo y el arquitecto Palanti, encontraron el modo de circular un poco más despacio.

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