Vivir en la memoria a través de lo efímero. La paradoja del teatro
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La mayoría de los artistas buscan el reconocimiento de su obra. Esperan, en el mejor de los casos, ser recordados; tal vez tener algunas piezas en alguna galería o museo que recuerde que alguna vez estuvieron aquí. Por eso, resulta paradójico ser un artista teatral una vez que se entiende a profundidad el arte que se hace, después de todo, son muchas fuentes las que declaran que aquello que distingue al teatro de las demás artes, es su carácter no permanente.
El teatro no puede conservarse en ningún tipo de repositorio que capte verdaderamente su esencia, pues su esencia misma es el presente, eso que está en constante cambio. Una vez que ha pasado, el presente desaparece. No es de extrañar que los artistas relacionados al teatro más recordados sean dramaturgos, directores o teóricos cuyo legado no es el teatro en sí, sino la literatura conservada a través de los libros. Mucho menos son recordados los actores, y de ellos, quizás algunos que han incursionado en el cine, pues la tarea del artista meramente teatral se centra en otras cosas.
El teatro no es recordado por lo que es en sí mismo, sino por lo que ha provocado en el espectador. Lo que se recuerda de las obras de teatro que nos marcan es una suerte de collage que usualmente mezcla algunas imágenes, estímulos sensoriales, fragmentos de historia, pero sobretodo impresiones que no son sólo producto de la obra, sino del momento y situación del espectador en el instante en que presenció la obra. Al final, ese será el “mensaje” de la obra para cada uno, algo que no necesariamente es traducible al discurso, al igual que la experiencia.
El impacto y utilidad del teatro depende de su capacidad de unirse con la vida del público, aunque sea sólo por un instante. De ahí la importancia de que el artista teatral trabaje en consonancia con quien es en el mundo y lo que el mundo es en ese momento. El arte siempre le será necesario al artista, pero para ser necesario en una sociedad tiene que estar en conexión con dicho contexto.
El teatro que se hace puede estar de acuerdo o en contra de lo que la sociedad es, pero tiene que existir con ella. Dice Peter Brook, “el artista no tiene como misión acusar, disertar, arengar y menos aún enseñar”. En esto, podemos o no estar de acuerdo, pero lo cierto es que es importante preguntarse desde dónde y por qué se hace teatro, y también, si esas nuestras intenciones son relevantes para los otros; no por un afán de complacencia, simplemente, porque el teatro necesita de un público para ser teatro.
¿Entonces cuál sería la función del teatro? Para Brook, es un acto de liberación; para el público y para el actor. Sea por medio de risas o de sensaciones intensas, el director aseguraba que la purificación es lo opuesto a dejar huella; es eso que deja todo limpio y nuevo. Una vez más, el legado de la obra teatral no es permanecer, sino la constante renovación del presente.
Es por esa necesidad de renovar que tantos creadores le temen, con justa razón, a la repetición. Si se dice que cada función de teatro es única, es porque la repetición exacta es a la vez imposible y no deseada. Imposible porque ni el actor, ni el espectador, son siempre los mismos; ni hablar de los elementos técnicos y escenográficos que, aunque se desee, no son perfectos y suelen provocar acontecimientos imprevistos. No deseada porque la repetición mata lentamente la vitalidad y algo sin vida no puede revitalizar nada. La búsqueda del actor, por ejemplo, es la de representar repetidamente un papel sin que éste se vuelva acartonado y predecible, ni siquiera para sí mismo. Cada día, el personaje es el mismo, sin embargo, no vive su historia de la misma forma.
Así, la paradoja del teatro es el buscar y ser recordado por aquello que no es, pero que provoca; es encontrar los afectos a partir de lo que se deja ir, no de lo que se aferra. Es, simplemente, no ser nada en sí mismo, sino aquello que el espectador se lleva después de cada representación y aquello que, como el pasado, ha dejado atrás.