Y, sin embargo... sí soy un turista

Opinión
/ 8 noviembre 2024

En las dos primeras entregas de este espacio en VANGUARDIA, dedicado a reflexionar sobre la vida del nómada digital, he insistido en que quienes hemos adoptado esta manera de vivir no somos turistas, sino trabajadores remotos que pasamos largas horas dedicados a laborar. En esta entrega quiero comenzar a matizar esa afirmación. Y es que, para muchos efectos, comenzando por el legal, uno realmente es un turista. Salvo que uno se encuentre cambiando de ciudad dentro del propio país, cuando se viaja al extranjero el ingreso a otras naciones se realiza bajo la condición de turista.

Ingresar a un país extranjero como turista tiene sus pros y sus contras, como todo en la vida. La principal ventaja es que, para la mayoría de los destinos, no se requiere visa. A cambio, se recibe un permiso temporal para permanecer legalmente en el país, cuya duración depende de las leyes locales. Generalmente, estos permisos son válidos por 90 días, como ocurre en Colombia, país en el que actualmente me encuentro. Pero es recomendable corroborar esta información antes de comprar boletos y alquilar alojamiento.

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Tener más recursos económicos puede facilitar las cosas, por supuesto. Ya hay países y regiones, como la Unión Europea, que han implementado visas especiales para nómadas digitales, lo que permite estadías más prolongadas. Sin embargo, estos trámites suelen ser costosos y requieren la comprobación de ingresos que no todos pueden demostrar. Por eso, la mayoría optamos por viajar como simples turistas, sabiendo que basta con tener el pasaporte vigente y el boleto de salida comprado para ingresar; aunque es importante recordar que cada país tiene el derecho de negarle a uno la entrada.

No sólo desde el punto de vista legal uno es un turista, sino también en la cotidianidad. Aunque uno intenta estructurar su vida y establecer rutinas, nunca se llega a tener la estabilidad de alguien arraigado. Y quizá este sea uno de los mayores atractivos de ser un nómada digital. Después de cumplir con las tareas laborales, queda tiempo libre que se suele dedicar a conocer el lugar en el que uno se encuentra. La manera en que se ocupa ese tiempo depende de gustos y energías. En mi caso, aprovechando que mis estadías suelen ser de poco más de un mes, no tengo prisa en visitar los lugares icónicos de cada ciudad. En cambio, dedico gran parte de mi tiempo libre a descubrir cosas que un turista común no conocería. Me gusta recorrer las calles cercanas a mi alojamiento y observar los hábitos y costumbres de las personas que viven en el lugar de forma permanente.

Aquí en Medellín, por ejemplo, noto cómo la actividad comienza poco antes de las 5 de la mañana, cuando muchas personas salen a hacer ejercicio o a pasear a sus perros, siempre cuidando de recoger los desechos que dejan sus mascotas. Todo esto mientras esquivan a los muchos indigentes que, pese al clima fresco y lluvioso, duermen en las calles y han pasado a ser parte del paisaje “normal” para quienes aquí viven. Esta realidad me resulta impactante, ya que en Saltillo, donde pasé los últimos dos años, es más común ver personas que no recogen los desechos de sus perros, pero, en cambio, la presencia de indigentes durmiendo en las calles es mucho menor.

La existencia humana tiene sus peculiaridades. Hoy, retomando mi vida de viajero, descubro que en cada lugar hay detalles de lo cotidiano que son distintivas y que la gente arraigada parece haber dejado de notar. Al contemplar estas realidades, que llenan cada rincón del mundo en el que he tenido la oportunidad de estar, recuerdo que, aunque mi trabajo viaja conmigo y paso la mayor parte del tiempo encerrado en mi habitación, trabajando para garantizar mi sustento, sigo siendo alguien ajeno, con una estancia que es tan sólo temporal. No soy un turista, pero tras afirmarlo, parafraseando a Galilei, agregaría: y, sin embargo... sí soy un turista.

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