Narrativa y ficción: ¿imaginar es tan real como lo real?
La ficción tiene un rol importante en la evolución del ser humano y la vida diaria, pero, ¿qué pasa en nuestro cerebro cuando narramos y consumimos historias?
La imaginación, la narrativa y la ficción no se valoran tanto como deberían. Bueno, esas son palabras alzadas. No se valoran como me gustaría. Más bien tengo esa perspectiva, quizá limitada, propia de un miope son of the pop culture.
Esos factores no se ven como el tesoro en bruto que son, como la embriaguez mística, faro salvador en la noche terrible. Pasan más bien desapercibidos, como algo común, intrascendente.
Así que como una de las declaraciones más trendy del siglo XXI, eso me ofende me enoja y estoy absolutamente dispuesto a escribir al respecto en un medio de comunicación a lo punkpequeñoburgués.
Nuestra habilidad de construir y contar historias tiene un impacto innegable en todo lo que hacemos, en todo lo que somos.
Desde nuestra identidad histórica; nuestro esquema de valores; los ideales que perseguimos; la forma en que vestimos o hablamos; la manera en que reaccionamos a nuestro entorno e incluso los diálogos mentales que tenemos en solitario o los complejos procesos mediante los cuales tomamos decisiones.
La ficción es parte fundamental de nuestra especie tanto a nivel social como personal. No digo que cada detalle de nuestra vida esté moldeado únicamente a partir de estímulos imaginarios, pero sí que estos intervienen todo el tiempo en nuestra reconfiguración del mundo.
De alguna manera, podríamos decir que la ficción nos vuelve más humanos. Y no es solo una reflexión intuitiva.
La mente y sus procesos frente a la ficción
El escritor mexicano Jorge Volpi publicó en 2007 el ensayo “Leer la mente: El cerebro y el arte de la ficción”. En él explica que más allá de satisfacer nuestra necesidad de entretenimiento, los cuentos y novelas nos han enseñado a ser “auténticamente humanos”, ya que nos permiten identificar el comportamiento de otras personas y conocernos de manera más profunda.
Mientras que al principio la ficción tuvo una función biológica como era la caza y la supervivencia, hoy en día las historias que nos cuenta la literatura, series, videojuegos y hasta los memes, son esenciales. Y todo esto tiene una base neuronal con el funcionamiento de las neuronas espejo.
Pero aunque todo esto cuente con sustento científico, no podríamos afirmar de forma absoluta que nuestro sentido del humor y personalidad viene de hechos históricos o datos fríos en su expresión más elemental. ¿O sí?
Pues no. Solo los siths piensan en absolutos (Star Wars reference, baby). Nos valemos de las historias para entender el mundo en el que vivimos.
Jorge Volpi narra la que, especula, fue la primera historia jamás contada. La historia del falso mamut.
La primera historia jamás contada
El escenario es una cueva. Las paredes sudan por la humedad. Conforme avanzamos en las profundidades, el aire se siente más pesado y la luz salvaje de una fogata ilumina a los primeros homo sapiens. Están dispuestos alrededor del fuego, mientras en el centro del todo, uno de los homínidos hace movimientos y gruñe en una extraña coreografía.
Se trata de una histórica épica. El proto humano avanza en solitario cuando se enfrenta a un mamut colosal que a primera vista es imposible de derribar. Pero lo logra después de ser embestido en algunas ocasiones y resultar herido. Vence. Tiene heridas y comida como prueba. Niños y niñas, jóvenes, adultos y viejos escuchan con atención.
Lo que pudiera parecernos hoy un acto caótico, no lo es para nada. Ante ciertos refunfuños del primer orador, la audiencia reacciona emocionada con gritos y ademanes. No es una escena llena de bestias impulsada por el instinto. Hay diferencias, claro, pero lo que ocurre en esa cueva es lo mismo que pasa al momento de ver una película o leer un libro: hay empatía.
La audiencia aprueba la historia. Acepta la historia. La considera real aunque saben que muy probable no todo ocurrió tal cual está siendo contada. Un hombre solo, una mujer sola contra aquella bestia habría muerto sin duda. Pero no importa. La imaginación les ha hecho no solo ignorar esas partes fuera de la realidad, sino que se visualizaron a ellos mismos, ellas mismas, como los campeones, como las vencedoras.
Y es ahí donde probablemente surgió el primer pacto narrativo. Un ente cuenta una historia llena de cosas fuera de la realidad y un segundo ente que recibe la información decide que la tomará como cierta. A partir de ahí se resignifica. Y el ciclo empieza, se transforma, termina, se resignifica y vuelve a empezar.
Chismes, podcast y noticias
Pero ojo, contar historias y escucharlas, pasarlas a otras personas bajo un extraño impulso incontrolable no significa aceptar mentiras. Bueno sí, pero es más complicado que eso. Y, de nuevo, todo se origina en el cerebro donde una confabulación química o colectiva que hace probables las cosas improbables, y posibles las cosas imposibles.
Ya sea al ver caricaturas, leer cuentos o novelas, en las salas de cine, al escuchar un podcast, o de cara a un videojuego. Repetimos el ciclo, la historia del mamut, la humanidad frente a la fogata. Las personas se unen, diseñan historias, las cuentan, alguien las escucha y las acepta como reales.
¿Es más real un capítulo de Ladybug, Bob Esponja o One Piece que un documental o la transmisión en vivo de un ataque terrorista durante un noticiero? Complicado decirlo por los múltiples factores que intervienen: la edad de quien especta, nivel educativo, experiencias familiares por decir apenas las más elementales.
Vox publicó en junio de 2020 un artículo titulado La “realidad” se construye en tu cerebro. Esto es lo que significa y por qué importa. Ahí abordan, de la mano de expertos y expertas en neurociencia, la relación entre ilusiones ópticas y su relación con el mundo real, donde una de las primeras conclusiones es esta: “las historias que nuestro cerebro nos cuenta sobre la realidad son extremadamente convincentes, incluso cuando están equivocadas”.
No se trata del mismo terreno, pero lo mismo aplica para quienes consumen libros sin parar. Y les ocurre también a quienes aborrecen la lectura y en cambio aman el cine. No importa.
Las canciones cuentan historias en todos los géneros. Y los comics. Los videos de teorías conspirativas en YouTube; las stories en instagram; los ARG’s como Nettlebrook; los temas en foros como reddit; la creatividad con que se graba un tik tok. Los chismes en pláticas de amistades que comienzan basados en datos reales, en experiencias concretas y culminan en especulaciones irrisorias, en hipotéticos te imaginas que...
¿Enojarse por cuestiones imaginarias también es ficción?
Todo cuenta una historia, y en gran parte de esas ocasiones, se trata de ficción. Narraciones que en cualquier formato nos atrapan y nos obsesionan sin darnos cuenta. Nos renuevan el don de imaginar, nos acercan la ambrosía, el néctar creativo y nos conectan universalmente.
Así, lo que antes tenía un fin biológico, hoy se ha convertido en un fin social. Los países, las ciudades, las familias, los dueños y sus mascotas. Cada cual se confirma y define por las historias que se cuentan a sí mismos y de los demás.
Además de todo esto, también queda el factor sensible. La periodista de The Washington Post, Sarah Kaplan, escribió en 2016 un artículo llamado “¿Leer te convierte en una mejor persona?”. Aunque el título parece ir hacia un dilema moral, en realidad aborda aspectos relacionados a las ciencias cognitivas y una interesante charla con el profesor emérito de psicología cognitiva en la Universidad de Toronto, Keith Oatley.
A raíz de una investigación enfocada en los efectos psicológicos de la ficción, Oatley afirmó que “cuando leemos sobre otras personas, podemos imaginarnos a nosotros mismos en su posición y podemos imaginar que es como ser esa persona. Eso nos permite comprender mejor a las personas y cooperar mejor con ellas. Las personas que leen más ficción son mejores en ser empáticos y entender a otros”.
Somos los personajes que amamos. Somos los personajes que odiamos. Vemos en esas historias a nuestros pares: “mira mamá, esa señora es como tú”; “ese de ahí se porta igual que tu hermano”; “mi amor, es que eres igualita a la que sale en la serie”.
La imaginación, la narrativa y la ficción son la única Santísima Trinidad que conozco. Y las pongo en ese nivel sagrado, porque como dijo mi buen amigo hace tiempo: no existe el ateísmo real. Y bueno, creo que cada quién elige ante qué Dioses confesarse, en nombre de qué deidades coge el valor necesario para mirar dentro de nosotros y descubrir lo que somos, lo que no somos y lo queremos ser.
Hay una fuerza poderosa e íntima que se revela al identificarnos con un personaje o historia creada por otra persona. Cambiamos nuestra manera de pensar, moldeamos nuestra personalidad. Y esa mutación que en ocasiones puede rayar en la incongruencia hace de todo esto una experiencia bellísima y abrumadora.
Supongo que después de rantear tanto, de vagar libremente por los caminos de la rebeldía irresponsable con más de 8 mil 800 caracteres, estoy más tranquilo y menos enojado. Siento que he vuelto al soberbio camino de la luz del arquetipo del superhéroe tradicional y ya no quiero pelear más. Prometo encadenar a mi absurdo punkpequeñoburgues un rato si hacemos un trato.
Sigamos creando, consumiendo ficción, intentando enamorar a los y las demás con las historias que ya nos tienen ensimismados. No importa qué tan complejas o inteligentes son las historias que nos gustan, qué tan burdas o simplonas las prefiramos. Todos los formatos son bienvenidos. Importa en realidad cómo nos hacen sentir y lo que nos impulsan a hacer en consecuencia.