Bocadillos literarios 1/2

Vida
/ 10 enero 2016

    Somos lo que comemos. Nuestro pasado, es nuestro presente. Lo que vivimos, lo que bebemos, lo que comemos, lo que leemos, lo que vemos; es decir lector, lo que mamamos diario –nunca tan bien utilizado este término– será nuestro reflejo ante el mundo entero. Y lo anterior se cumple fiel y memorioso en el trabajo de los escritores. Un ejemplo para entrar de plano en materia. Fue nieto de un maître del Duque de Orleáns, nada menos que el gran Alejandro Dumas (1802-1870), uno de los escritores más venerados de Francia y del mundo. Semejante nieto de sibarita entonces, no podía darse el lujo de darles de comer cualquier cosa a sus personajes de novela.

    Hay muchos testimonios de que Dumas se metía diario en la cocina preparando suculentos platillos. Uno de ellos dice: “Dumas, en camisa, mete mano a la mesa, hace una tortilla fantástica, dora la palurda… corta la cebolla, remueve las ollas y les da 20 francos a los pinches.” Lo anterior lo hizo en un Hotel donde estaba alojado. ¿Lo notó? Pagó por cocinar. Era puro placer. Por algo, éste dejó una obra bella al respecto, un inconseguible “Diccionario de cocina”, editado sólo en España para editorial Gadir. Una joya de la cual presumo tener mi ejemplar. La comida, la buena comida entonces, está presente y es protagonista en toda la obra de Alejandro Dumas. Sobre todo en su inconmensurable, “Los tres mosqueteros.” En ésta, uno de sus héroes, Portos, deletrea al lector su menú preferido: sopa de mejillones con base de caldo de ave de caza, tomate, ajo y claro, un generoso trozo de carne.

    Bocados literarios. Reflejamos nuestra cultura toda en la decoración de la casa, nuestra residencia; en la educación de nuestros hijos, en el trato con la pareja, pero también, en la manera de comer, en degustar los alimentos, en lo que pedimos diario en los restaurantes. Los escritores lo repito, no escapamos a nuestra herencia, al pasado culinario. A nuestra formación gastronómica. Un escritor muy alabado en su momento, aunque bastante mediano para mí, el cual saltó a la fama universal y se vendió a pasto cuando la presentadora norteamericana televisiva, Ophra Winfrey, lo comentó en su show, en su programa, Roberto Bolaño, éste sólo alimentaba a sus detectives salvajes con copas de mezcal. Era todo. La aridez como condena. Aridez de imaginación, aridez de gastronomía. Fin.

    Por algo siempre se le ha criticado a la narrativa mexicana –no ha todos, claro– que los personajes no comen en años, no van al baño, no tienen apetencias, gustos o aristas de una vida normal, a eso se le llama verosimilitud literaria. Continuando con el gran Alejandro Dumas, éste habla en sus textos y en su diccionario de gastronomía, de la deliciosa sopa juliana, trufas al champagne, dulces y postres de glotonería inacabable; pudding de manzanas, sopa de gambas, potaje de cangrejo y… un platillo que en lo personal a quien esto escribe lo disfruta y deglute donde lo encuentra en la mañana: tortilla de huevos en sus múltiples variantes.

    Alejandro Dumas da la receta de una en especial: “Tortilla de tomates a la provenzal:” Un manjar, un bocadillo literario. ¿Ingredientes? Cuatro tomates, maduros y firmes. Cebolla picada, aceite, mantequilla, perejil picado con una punta de ajo y claro, huevos a discreción. Leer la prosa de Dumas en la manera en que recomienda su preparación es todo un placer. En Monterrey, en un lugar que no ofrece mayores deleites y justo enfrente de la añosa Central de Autobuses, en pleno Centro, en el restaurante “Fastory”, preparan una tortilla de huevo tipo alemana, con pimiento, salchicha, tomate, cebollines y papa. Sin pretensiones, es un buen plato.  

    Dejamos para la próxima semana más bocados literarios: los “perros calientes” de Kennedy Toole en “La conjura de los necios”, los riñones hervidos en la obra portentosa de “Aura” de Carlos Fuentes o bien, a quien ya hemos explorado algunas veces aquí, los potajes, café, manjares y platillos golosos en Gabriel García Márquez. Sin faltar claro está, una hojeada a la obra del ibérico Manuel Vázquez Montalbán, quien a través de su detective de cabecera, Carvalho, y en su amplia obra, dejó no bocados, sino platos extremos para rastrear, como detectives, de por vida.

     

     

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