Desde el momento en que nos enteramos de que seremos padres, nos sumergimos en un torbellino de emociones que se intensifican a medida que avanzamos en la travesía de la paternidad. Afrontamos desafíos, nos enfrentamos a lo desconocido y experimentamos una alegría abrumadora cuando sostenemos a nuestro bebé por primera vez. Sin embargo, no hay un manual que nos guíe en la tarea monumental de criar a nuestros hijos.
En este viaje, nos encontramos con una serie de libros y métodos de crianza que ofrecen consejos variados. Pero hoy quiero compartir la influencia significativa que dos obras dejaron en mi vida como madre: “Bésame mucho” del pediatra español Carlos González y “El cerebro del niño” de Dan Siegel y Tina Payne.
Ambos libros subrayan la premisa fundamental de que las señales de amor que transmitimos a nuestros hijos son cruciales, especialmente durante sus primeros años de vida, cuando sus cerebros aún no están completamente desarrollados, ni integrados. En este contexto, las acciones cotidianas, como abrazar, cargar a nuestros hijos, verlos a los ojos cuando nos hablan y la escucha atenta de sus historias, crean conexiones neuronales que influyen en los patrones de comportamiento futuros.
El lenguaje del niño en sus primeros años se expresa a través del contacto amoroso: abrazos, besos y la experiencia compartida del mundo que los rodea. Estar presente en la vida de nuestros hijos se vuelve crucial para ayudarlos a integrarse mejor en su entorno.
La buena noticia es que la neurociencia respalda la idea de que el cerebro es moldeable a lo largo de toda la vida. Los padres y educadores desempeñan un papel esencial al proporcionar experiencias que influyen en la formación de conexiones neuronales y en el desarrollo integral de los niños. En definitiva, se trata de convertir la experiencia cotidiana en oportunidades para el desarrollo no solo del cerebro, sino también del carácter y las habilidades sociales de nuestros hijos. Al darnos cuenta que, a través de las experiencias del día a día, podemos influir en la progresión del cerebro de nuestros hijos hacia la integración, moldeando caminos positivos a través de las experiencias de la vida.
En mi propia experiencia como mamá, con los retos y dificultades que atravesamos, al darles este sentido formativo, tanto para ellos como para nosotros, podemos tejer un lazo amoroso que no solo fortalece los vínculos familiares, sino que también contribuye al florecimiento del ser en desarrollo.
La escuela desempeña un papel integral en el desarrollo de los niños, complementando los cimientos establecidos en el hogar. Al centrarse no solo en la educación académica sino también en el desarrollo emocional y social, las escuelas contribuyen significativamente a la formación de individuos equilibrados y preparados para enfrentar los desafíos de la vida. La colaboración entre el hogar y la escuela crea un ambiente enriquecedor que potencia el crecimiento de los niños.