Intelectuales de izquierda y Fidel Castro marcharon juntos
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La Revolución cubana ejerció en los 60, en plena Guerra Fría, una atracción irresistible sobre numerosos intelectuales de izquierda en todo el mundo, especialmente en América Latina y Europa.
Hubo un tiempo en que la Revolución cubana y los intelectuales de izquierda caminaron juntos. Las contradicciones entre una y otros parecían mínimas y subsanables; las promesas, enormes. Escritores, pintores, artistas, músicos desfilaron por La Habana de los años 60 para conocer de cerca lo que estaba ocurriendo y beber de esa esperanza que permitía una imaginación casi sin límites.
Era "la edad de la inocencia", como la califica en su libro “Y Dios entró en La Habana" Manuel Vázquez Montalbán, que hace un repaso profundo y con gran conocimiento de causa de casi medio siglo de Revolución.
"En 1961 la Revolución cubana estaba mimada por la inteligencia de izquierdas del mundo y La Habana, como el Moscú de 1920, fue la Meca de todos los violadores de códigos del mundo, que buscaban en Cuba a un nuevo destinatario social capaz de entender lo nuevo", escribe el autor español, que recoge como un hito especial el viaje que hicieron a la isla Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, quienes calificaron a Fidel Castro como "un amigo".
Sin embargo, con el caso Padilla se produciría en 1971 la primera gran herida en esta relación idílica, que no sólo haría alejarse a algunos de los simpatizantes, sino que también definiría a partir de allí dos posiciones antagónicas entre los intelectuales iberoamericanos durante décadas: quienes seguían apoyando a Cuba pese a todo y entendían como una reacción necesaria lo ocurrido con el escritor Heberto Padilla y sus compañeros, y los que consideraron que la Revolución había traicionado sus propios ideales.
Entre los primeros se cuentan figuras como Julio Cortázar, Gabriel García Márquez o Mario Benedetti, mientras que entre los últimos están Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards (que fue expulsado de Cuba siendo embajador del Chile de Salvador Allende por sus contactos con Padilla), Octavio Paz o exiliados como Guillermo Cabrera Infante, al que con el tiempo se sumarían muchos más.
El conflicto comenzó por el rechazo de la dirigencia política al libro "Fuera de juego" de Padilla en 1968 y a las obras de otros autores como Antón Arrufat y César López. Siguió la cárcel y finalmente una declaración pública en la que los escritores se autoinculpaban de contrarrevolucionarios.
La reacción de un grupo de intelectuales extranjeros se materializó en una carta a Fidel: "Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera. El lastimoso texto de la confesión que ha firmado Heberto Padilla sólo puede obtenerse mediante métodos que son la negación de la legalidad y de la justicia revolucionaria".
Bajo la iniciativa de Vargas Llosa, el texto fue firmado por Sartre, Beauvoir, Italo Calvino, Isaac Deutscher, Giulio Einaudi, Juan y José Agustín Goytisolo, Alberto Moravia, Ricardo Porro, Carlos Franqui, Jorge Semprún y Susan Sontag, algunos de ellos todo menos sospechosos de un pensamiento conservador o de derecha.
A partir de esas fechas comienza la represión de todos los contenidos que la Revolución no considera útiles a su causa, en su idea de que su supervivencia dependía de tener a toda la población de su lado. "Somos un país bloqueado y por lo tanto el arte también debe ser un arma defensiva de la Revolución", sentenció Fidel Castro.
Años antes ya lo había resumido en una frase célebre: "Dentro de la Revolución, todo. Contra la Revolución, nada".
Amenazada en varios frentes, la dirigencia cubana decide así que no puede dejar en manos de los intelectuales cubanos la formación cultural del pueblo. Acusados de burgueses, poco a poco muchos son excluidos y se construye una producción cultural en torno a un centro que prescinde o expulsa a los que no se conviertan en primer término en defensores de la política.
Luego de unos siete u ocho años de coincidencia entre vanguardismo ideológico y vanguardismo artístico, en los que la Revolución fue en gran medida plataforma del "boom" literario latinoamericano, los senderos se bifurcaron. "La Revolución no tiene quien le escriba", titula su capítulo Vázquez Montalbán, en alusión además a uno de los amigos que Fidel tuvo hasta el final entre los intelectuales latinoamericanos, el colombiano Gabriel García Márquez.
Durante mucho tiempo se produjo así una situación compleja en la que muchos escritores críticos o considerados contrarrevolucionarios no pudieron publicar y fueron marginados a trabajos que no tenían que ver con lo intelectual.
Cuba avanzó a pasos agigantados en la alfabetización y la educación, pero muchos escritores callaron y otros tantos se exiliaron, entre ellos Cabrera Infante o, más tarde, Reinaldo Arenas, Abilio Estévez, José Manuel Prieto, Norberto Fuentes o Zoe Valdés.
Otros se quedaron, adaptándose a los dictados o resistiendo, tal como afirma el dramaturgo Arrufat, uno de los "acusados" junto con Padilla. A partir de los años 80, el dogmatismo cultural se reduce y hay un espacio de libertad impensable una década antes, aunque el "período especial" de los 90, con sus dificultades económicas, será un nuevo golpe para la cultura.
El caso de Arrufat puede ser testigo de una época: entre 1968 y 1981, su nombre desapareció de las publicaciones, pero luego, en 2000, fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura.
En 2003, el fusilamiento de tres secuestradores de una lancha cubana que pretendían llegar a Estados Unidos y el encarcelamiento de un grupo de 75 disidentes, entre ellos el poeta y periodista Raúl Rivero, provocó un nuevo debate internacional, con declaraciones críticas del premio Nobel portugués José Saramago y del uruguayo Eduardo Galeano.
En ese momento, Saramago aseguró: "Hasta aquí llegué". Y Galeano escribió un texto, "Cuba duele", que comenzaba: "Son visibles, en Cuba, los signos de decadencia de un modelo de poder centralizado, que convierte en mérito revolucionario la obediencia a las órdenes que bajan, bajo la orientación, desde las cumbres".
Ambos dejaron claro más tarde que pese a todo no habían "roto con Cuba" y que son los cubanos los que deben decidir su futuro.
Estos hechos reavivaron el enfrentamiento dialéctico entre Vargas Llosa y García Márquez en torno a Cuba, con el peruano alegando que el colombiano era el "cortesano" de Castro. Más de 60 escritores de todo el mundo firmaron una carta de protesta y asimismo intelectuales españoles proclamaron en otra misiva: "Basta ya de escudarse en las atrocidades del enemigo para cometer impunemente las propias".
Hoy, Cuba es una isla no sólo en el sentido geográfico. La producción cultural cubana es un archipiélago de exilios exteriores e interiores, desde rupturas abruptas hasta quienes buscan un espacio dentro de la isla, pero con una literatura cada vez más volcada a los problemas cotidianos o incluso al ámbito privado, en un pueblo, como afirma Vázquez Montalbán, "cansado de historia".
"Yo siento que el espacio para poder opinar, para poder disentir y para poder escribir ha aumentado", sostenía en 2011 en entrevista con la agencia dpa Leonardo Padura. Con la novela "El hombre que amaba a los perros" (2009), escrita en clave crítica con la realidad de la isla, Padura se ha convertido en uno de los escritores cubanos más exitosos de los últimos años.
Revolución cubana cautivó a la intelectualidad de izquierda
La Revolución cubana ejerció en los 60, en plena Guerra Fría, una atracción irresistible sobre numerosos intelectuales de izquierda en todo el mundo, especialmente en América Latina y Europa, seducidos por el gran carisma de sus líderes y por el carácter experimental y poco ortodoxo de la construcción del socialismo en la isla caribeña.
El filósofo y escritor francés Jean-Paul Sartre y su compañera Simone de Beauvoir visitaron Cuba un año después del triunfo de la revolución, convirtiéndose en los primeros de una larga lista de intelectuales de izquierda de renombre internacional que entre 1960 y 1970 viajaron a la isla para conocer el proceso revolucionario.
Desde la propia América Latina llegaron a La Habana escritores ya laureados o de futura fama como Gabriel García Márquez, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y Mario Benedetti. Todos, los latinoamericanos y los europeos, se convirtieron tras sus primeras visitas en entusiastas apologistas de la joven revolución.
La mayoría de ellos se habían identificado en algún momento de su vida con los ideales de la revolución rusa y no pocos incluso habían militado en los partidos comunistas de sus países, posiciones de las que se fueron apartando a medida que se iba conociendo el lado oscuro de la Unión Soviética, su burocratismo y corrupción, las nuevas desigualdades, la represión de la disidencia y las atrocidades del pasado estalinista.
Para esos intelectuales, Cuba parecía representar todo lo que la Unión Soviética se había encargado de aniquilar durante su largo proceso de ”socialismo real”: frescura de ideales, debate público abierto, diálogo con las masas, cambio permanente dentro del proceso revolucionario, democracia directa y libertad cultural.
Fueron especialmente los ideales promovidos por el ”Che” Guevara, cristalizados en su defensa de la formación de un ”hombre nuevo”, solidario y altruista, dispuesto a sacrificarse por la sociedad, movido por estímulos morales por encima de cualquier incentivo material, los que sedujeron a la izquierda mundial desencantada con el comunismo anquilosado en la Unión Soviética y sus satélites de Europa del Este.
Cuba, además, simbolizaba la lucha heroica de un pueblo pequeño contra la amenaza imperialista de Estados Unidos. Su causa, por ello, contaba con las simpatías del movimiento de protesta contra la Guerra de Vietnam que en los años 60 inundaba las calles de las ciudades, de Washington a Ciudad de México, de Londres a París y Roma.
El radical antinorteamericanismo de la Revolución cubana se aunaba, como fuerza de atracción sobre la nueva izquierda heterodoxa, al apoyo activo de La Habana a la lucha armada contra las dictaduras militares y neocolonialistas en el mundo, en abierto desafío a la política de coexistencia pacífica predicada desde el Kremlin.
El célebre retrato del Che con la melena agitada por el viento, la boina negra con la estrella roja y la mirada seria y serena dirigida hacia el horizonte, se convirtió después de la muerte del comandante argentino-cubano en Bolivia, en octubre de 1967, en la imagen que nunca faltaba en ninguna manifestación de protesta antiestadounidense en Ciudad de México, Caracas, Buenos Aires, Londres, Berlín o Madrid.
En Europa, Cuba también llegó a ser una fuente de inspiración, no exenta de idealismo romántico, para el movimiento juvenil izquierdista en su rechazo a la tediosa cultura política de la democracia parlamentaria, al moralismo autoritario y conservador de los gobiernos nacidos después de la Segunda Guerra Mundial y al materialismo y la pobreza intelectual de la emergente sociedad del consumo.
Sólo pocos tomaban en cuenta en los 60 las noticias preocupantes que llegaban del ”paraíso comunista” sobre el fusilamiento de opositores al régimen de Castro, la aplicación de torturas en las cárceles cubanas o el encierro de homosexuales y otros ”elementos antisociales” en campos de trabajos forzados.
Sin embargo, en 1968, cuando el movimiento de protesta estudiantil antiautoritario alcanzó su apogeo con el Mayo francés y cuando la figura del Che Guevara se había convertido en su máxima referencia ideológica, se produjo un viraje decisivo en la solidaridad con Cuba por parte de la izquierda europea antisoviética.
En agosto de 1968, Fidel Castro dejó perplejos no sólo a sus simpatizantes europeos, sino también al propio pueblo cubano cuando defendió la invasión soviética a Checoslovaquia para acabar con la ”Primavera de Praga”, el experimento reformista del Partido Comunista Checoslovaco que buscaba desarrollar un comunismo ”con rostro humano”.
El cambio de actitud de Castro, quien sólo pocos meses antes había criticado a la Unión Soviética como una ”Iglesia marxista”, significó el inicio de un progresivo proceso de realineamiento de La Habana con Moscú, que culminaría en 1972 con la integración de Cuba en el CAME, la comunidad económica de los países comunistas prosoviéticos en el mundo.
La inserción plena de Cuba en el bloque soviético y la consiguiente adecuación de su modelo de desarrollo socialista a los dictados del Kremlin trajo consigo la ruptura con La Habana de la mayor parte de la intelectualidad de izquierda, particularmente la europea, más cercana geográficamente al ”socialismo real” soviético, y en menor medida de la latinoamericana, que vivía más de cerca al ”imperialismo real” de Estados Unidos.
Para muchos intelectuales de izquierda, 1971 significó el adiós definitivo a la Revolución cubana, cuando el poeta disidente Heriberto Padilla fue arrestado y obligado, según sus simpatizantes, a hacer una demoledora declaración autocrítica que recordaba los peores momentos de las farsas judiciales estalinistas.
Más de 30 años después, en septiembre de 2003, el escritor Jorge Semprún encabezó en un teatro de París una velada de solidaridad con el pueblo cubano de la cual surgió un comité de apoyo a los 75 disidentes cubanos arrestados en marzo del mismo año y condenados posteriormente a penas de hasta 25 años de prisión.
Lejos habían quedado los tiempos en que la Revolución cubana agrupaba en su defensa a la flor y nata de la intelectualidad progresista, ilusionada con un proyecto socialista original que no seguía los moldes soviéticos pero que terminó resistiendo los aires de cambio que llevaron a la desaparición de la propia Unión Soviética.