¿Mi esposo es un felpudo?

Vida
/ 22 marzo 2025

CÓMO UN TEST DE PERSONALIDAD CAMBIÓ NUESTRO MATRIMONIO.

Por: Lidija Hilje

Hace casi cuatro años, en nuestra casa de Zadar, Croacia, durante lo que había sido no más que un altercado común, mi esposo gritó unas palabras inimaginables: “¡Llevas veinte años maltratándome!”.

La pelea había comenzado la noche anterior. Él había regañado a nuestras hijas por ser las revoltosas de siempre mientras se preparaban para irse a dormir. Yo estaba trabajando con la computadora portátil y su tono nervioso me desconcentró, así que lo fustigué en respuesta, enfadada por tener que concentrarme de nuevo a esas horas de la noche.

Después nos acostamos en la cama dándonos la espalda, una de las pocas veces que lo habíamos hecho en nuestros 20 años juntos. Yo estaba molesta, pero no preocupada. Fue una pelea estúpida; él había estado algo estresado. Al día siguiente se disculparía y seguiríamos adelante como siempre.

Mi esposo llevaba días irritable a causa de un test del eneagrama de la personalidad. Yo le había enviado el enlace para que lo hiciera. Cuando salió de nuestra habitación con los resultados, estaba rojo de la indignación, furioso, lo cual era extraño: mi esposo es la persona más tranquila y apacible que conozco.

”Soy nueve”, dijo con desdén. “El pacificador”.

“Eso está genial”, dije con algo de envidia. Yo era cuatro, individualista, una categoría que me parecía frívola y egoísta en comparación con el altruismo y la bondad de un pacificador.

”Soy un complaciente oficial”, dijo. “Mi personalidad es la de un felpudo”.

Todo el día estuvo dándole vueltas al asunto, lo cual me pareció divertidísimo. ¿Quién en su sano juicio se enfada por un test de personalidad de psicología pop?

”Eso es lo que más amo de ti”, le dije. “Que eres comprensivo, colaborador, considerado”.

Pero negó con la cabeza, como si yo no entendiera, como si no lo entendiera a él. Y los días siguientes se volvió cada vez más irascible, se enojaba cuando tenía que sacar la basura o cuando los niños no acataban como soldados sus órdenes en cuanto gritaba “¡cepíllate los dientes!” o “¡a la cama!”.

La situación alcanzó su punto álgido el día de la pelea, cuando me espetó esas palabras, que yo lo había maltratado.

Cuando me dijo eso, me reí: la acusación era ridícula. Éramos mejores amigos y, a lo largo de nuestra relación, nos habíamos ayudado mutuamente a superar nuestras respectivas heridas de la infancia y ambos nos esforzábamos por ser la persona segura para el otro. Que me acusaran de exactamente lo mismo que habíamos luchado por superar me pareció una broma de mal gusto.

Pero después de reírme de su acusación, él insistió y, aunque me defendí, siguió insistiendo. Le brotó lo que al parecer eran años de frustración contenida.

”Eres tan controladora”, gritó. “Nunca puedo ir a ningún sitio sin que me hagas sentir culpable. Siempre me miras mal cuando digo que voy a correr o a hacer kitesurf. No puedo hacer nada para mí sin que te moleste. Todo lo que hago tiene que estar a tu servicio o al de los niños”.

Algo de eso podría haber sido cierto al principio de nuestra relación. Pero hacía años que había superado mis inseguridades. Ahora, en realidad me gustaba que se fuera a hacer kitesurf o a correr porque llegaba más feliz, más relajado. Y no tenía ni idea de que resintiera todo lo que hacía por nuestra familia. Pensaba que nos repartíamos las tareas equitativamente. Yo cocinaba; él llevaba a los niños a sus actividades. Él sacaba la basura; yo lavaba la ropa. Pero ahora decía que tenía la sensación de que yo le imponía esas tareas, privándolo de su libertad.

Un viejo temor asomó su fea cabeza. ¿Y si mi esposo siempre se había sentido así respecto a mí y a nuestro matrimonio? ¿Y si todo este tiempo se había sentido sometido y oprimido y apenas ahora encontraba la forma de expresarlo?

Aturdida por el impacto y el miedo, cogí las llaves de nuestro auto y me fui.

Estuve mucho tiempo recorriendo el paseo marítimo de la parte más occidental de nuestra ciudad, exasperada. Desde donde estaba, podía ver el malecón al otro lado de la cala. Veinte años antes, cuando nos estábamos enamorando, nos sentamos en aquel malecón y le conté sobre una pelea que había tenido con mis padres. Me escuchó, pero no me ofreció consuelo ni conmiseración, lo cual me pareció extraño. Y cuando le pregunté cómo eran sus padres, me dijo: “Tengo suerte, mis padres son geniales”.

Esas palabras me sacudieron. No solo porque teníamos 18 años y nunca había conocido a un adolescente al que le agradaran sus padres, sino porque había algo que rozaba la insensibilidad en el entusiasmo con el que lo había dicho, dada mi propia angustia.

Tardé años en comprender que no había sido grosero ni insensible. Simplemente se había esforzado por convencerse de sus propias palabras.

La verdad sobre sus padres se nos reveló lentamente a lo largo de la primera década de nuestra vida juntos, a menudo a través de sus propias palabras. Su madre me dijo que no había planeado tenerlo. Cuando quedó embarazada, su hermano mayor tenía 4 años y su padre estaba apostado en un sitio lejano. La situación era difícil, así que hizo planes para abortar.

Su padre intervino, pero percibí que aún había cierta aprensión. ¿Quizás una parte de ella nunca lo aceptó del todo?

A través de los años, mi marido me contó anécdotas de su infancia que él consideraba normales, pero que a mí me parecían negligentes o que lo hacían sentir como una carga, como que su madre no lo visitara en el hospital cuando era un niño pequeño o que ella actuara como si el dinero de la comida del colegio fuera un gasto enorme.

Mi marido cortó los lazos con sus padres hace algunos años, pero solo después de que yo me enfadé por la forma en que me trataban. Supongo que no había considerado que también él fuera alguien por quien valiera la pena luchar.

Puede que haya cortado lazos, pero la sensación de ser una carga permaneció. Seguía censurándose, haciéndose invisible al no pedir nada. No era que yo fuera controladora, era que él se cortaba las alas preventivamente incluso antes de pedir lo que quería o necesitaba, y luego me guardaba rencor por ello.

Volví a casa y encontré a mi esposo sentado en el sofá con la cabeza entre las manos. Me miró ya sin fuerzas para pelear. “Siento haberme desahogado contigo”, me dijo. “No me has estado maltratando. No puedo creer que haya dicho eso. Ese maldito eneagrama. Se me metió en la cabeza”.

Había estado recapacitando por su cuenta mientras yo estaba fuera, y se dio cuenta de por qué el eneagrama le había detonado tantas cosas: no le había mostrado la persona que era, sino la persona que las experiencias de su infancia le habían condicionado a ser. Y había un profundo abismo entre esas dos versiones. Después de que el eneagrama le mostró ese espejo, no pudo reconciliarse con lo que vio, pero tampoco supo qué hacer al respecto. Lo abrumó por completo.

”Pensé que cortar los lazos era suficiente”, dijo. “Pero sigue habiendo trabajo por hacer, mucho trabajo”.

”Lo sé”, dije y lo abracé.

La siguiente vez que el viento sopló a 20 nudos constantes —el tipo de viento perfecto para hacer kitesurf—, mi marido se veía inquieto como de costumbre, como un resorte muy apretado esperando poder saltar. La diferencia es que ahora yo comprendía la fricción que lo consumía por querer algo e intentar disuadirse de ello al mismo tiempo. “El viento está genial. Pero hoy podría llover, y los niños podrían necesitar que los lleve al colegio. Si me llevo el auto...”, dijo.

”Nos arreglaremos”, le dije. “Deberías ir si quieres hacerlo”.

Le dirigí una mirada significativa, y él lo contempló por un momento, junto con mi énfasis en la palabra quieres.

”Quiero ir”, dijo finalmente. Las palabras le salieron enérgicas, casi como una catarsis.

”Pues ve”, le dije.

Fue el debut incómodo de una coreografía, un baile que tendríamos que aprender a perfeccionar con el tiempo. Pero con la práctica, a él le resultó más fácil poner el pie en el lugar correcto y a mí moverme a donde debía, fuera de su camino.

Hace poco le pedí que volviera a hacer el test del eneagrama. Se mostró reacio, preocupado de que fuera a reaccionar de la misma forma, pero insistí. Es tan fácil pasar por alto hasta las transformaciones más monumentales cuando se hacen a pasos de bebé, y algo me decía que esta vez no se sentiría decepcionado con sus resultados.

Más tarde, salió con la sonrisa más amplia y dijo: “Soy siete”.

Me reí. “Tiene sentido”. Un siete. El entusiasta: un optimista, amante de la diversión y extrovertido.

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