Un jardín en el desierto o su amor

Vida
/ 12 febrero 2019

    En el desierto intentar un jardín, es una tarea de absoluta devoción. Las mujeres o los hombres que los generan y cuidan, podrán encontrarse en la siguiente descripción.

    Crecí en una casa hermosa por su jardín, un jardín que era una extensión del espíritu de mi madre. Allí estaba ella todos los días, luego de la jornada laboral, hincada en esa tierra a la que le devolvió fertilidad a fuerza de visitarla. Si puedo describir a la felicidad, era mi madre absorta en esa tarea que nos brindaba una alfombra de colores, texturas, olores y sabores. Plantaba por aquí un granado, por acá palmas datileras, más allá un nogal o un toronjil. 

    En el jardín frontal, estaban los rosales y las violetas por montones que, junto a los lirios, desbordaban colores a un lado de los naranjos y una higuera bellísima. La corona de San Diego con su aroma atrajo a las abejas que tranquilamente convivieron con mi madre y sus afanes de jardinera vespertina.

    Más de una vez la vi encajar en su cabellera, arriba de la oreja, la flor de la planta en turno que ayudaba a hacer florecer. Ella me enseñó a chupar el néctar de las maravillas. Y fue mi abuelo Juan Antonio quien mostró cómo tronar en la frente los botones cerrados de las flores amarillas del San Pedro. La lila inmensa, en la infancia, era el soporte de nuestra casa del árbol. 

    Elisas y margaritas. Geranios y cartulinas. Un listado que sigue: Jazmines y ciruelos. Plumbago y lavanda. Coyoles amarillos y rojos. Buganvilias y girasoles en una esquina; un chinese del tamaño de un arbusto que en el invierno regalaba hojas como incendios. Cada planta que llevaba, era fruto de su alegría. Allí estaba imposible, una papaya que desafiaba al clima del desierto.

    Sembró flores para hacer lucir un jacal hecho de maderos a donde iban sus nietas y Enrique Luis, ese retoño que ella crió. La recuerdo con él, moviendo los dedos de su mano, pronunciando unas fórmulas mágicas ante el asombro de Enrique Luis, que no veía cómo caían las casi invisibles semillas de la alfombrilla. Luego de ese hechizo crecían flores blancas rosas y violetas. Él estaba convencido de que mi madre era una maga.

    La higuera que plantó en recuerdo del solar de Nadadores, donde ella nació, nos entregaba higos oscuros y dulces. Recuerdo cómo mi abuela Esperanza dejaba secar los higos, subiéndolos al techo de su casa y colocaba una malla para evitar que fueran devorados por insectos o aves. En la casa de mis padres, las avispas eligieron a la higuera para hacer su panal. Y una mañana, al ir mi madre por un higo, atacaron su rostro. La llevamos al hospital. Ella, casi sin poder respirar a causa de la inflamación, seguía sin entender porqué las avispas habían suspendido su pacífica convivencia con ella. Sobra decir que la higuera fue cortada de tajo.

    Al hueledenoche llegaban las alondras a cantar de madrugada. Y un cenzontle cada temporada regresaba al mismo sitio. Todavía veo a mi padre sentado en la silla de ruedas pulsando una hermosa grabadora a la que introducía un casete para registrar el acontecimiento. Y allí estábamos, en silencio, escuchando el canto del ave de cuatrocientas voces. 

    claudiadesierto@gmail.com

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