Y si leemos… Bitácora de la memoria
La crónica pareciera hasta un tiempo reciente un género muchas veces malversado. Sin embargo, la presente antología -coedición del IMCS y la Fundación Pape- abre su experimentación y enfila sus rumbos hacia otras voces, otros ámbitos.
Bitácora de la memoria es un volumen que queda como colofón al estupendo trabajo de Elsa Tamez al frente de la coordinación editorial del Instituto Municipal de Cultura de Saltillo –tarea que nos dejó libros de un alto estándar de calidad, con temáticas abiertas al público infantil, el periodismo, la historia, las artes visuales, la crónica deportiva, la creación literaria, el ensayo y la memoria.
No es exagerado afirmar que el trabajo editorial del IMCS durante la administración de Mabel Garza hizo historia y deja para el equipo entrante una estafeta muy alta.
Al igual de que sus dos predecesores -Historia de dos ciudades (Cuento, 2015) y Cartografía a dos voces (Poesía, 2016)- Bitácora es una coedición con la Fundación Pape.
No es un secreto que mucha de la mejor prosa escrita en la actualidad la están ejerciendo los cronistas: en Latinoamérica nombres como Leila Guerriero, Alberto Salcedo o Wilbert Torre; en México Diego Enrique Osorno, Fabrizio Mejía Madrid, Alejandro Almazán (Lean su “Carta desde Torreón”) y en nuestra ciudad, el multipremiado cronista de esta casa editorial –reconocido por el mismo Rey de España- el prolífico Jesús Peña.
Expansión verbal
En recientes años la crónica ha derivado a una suerte de género anfibio, donde lo mismo caben la indagación histórica, el manifiesto político, la visión nihilista, personal o lírica, temas donde reinciden algunos de los textos incluidos en esta antología.
Destacan, entre muchos, textos como el de César Durón, donde el espacio familiar es también espacio de éxodo; el de Ana Elena Garza, donde un suceso acontecido en el ejido San Francisco entreteje el sempiterno machismo y la tragedia. Texto que recuerda aquella sentencia de Gerard Genette, cuando en sus estudios sobre narratología afirmó que toda construcción literaria no es más que la expansión de la más simple forma verbal:
“Las líneas de cal se van borrando” y el final estrujante que resume el misterio y el eco inaprensible ante ciertos arrebatos absurdos:
“Alguien hizo de esta historia un corrido que nadie canta.”
Linderos de la crónica
La crónica, decíamos, ese género tan abusado, tan desviado hacia la remembranza autocomplaciente o la idealización del pasado, toma aquí otros vuelos, como es el caso del texto de Dulce Niño a propósito del asedio bárbaro de los apaches sobre el poblado de Nadadores. Una crónica histórica en toda regla que cumple con un amplio aparato referencial, un puntual registro temporal y un pertinente sistema de citación, pero también con margen a la interpretación y la literatura sobre la esquiva figura de los “bárbaros”, una presencia amenazante dibujada en un acoso brutal hacia los primeros colonizadores de esta región, pero también erigida de “humo y huellas”.
De forma inversa, hay textos también que se limitan sólo a la curiosidad seudo antropológica, al parco apunte familiar o geográfico o un cierto esforzado lirismo.
Pero es justo este lirismo el que con maestría utiliza Karina Alejandra González para redibujar el tránsito de un hombre ahogado. Otro cuerpo de textos es el dedicado a la hazaña deportiva, como uno dedicado al 21K, un perfil de un torero que abordaremos más delante y la gesta de alta montaña en tercera persona narrada por Virginia Solís en “Para mi cumpleaños”.
Destacan también por su potente carga lírica, además de su notoria intención política, los textos “Xicotepec de Juárez”, de Óscar Mesta e “Ina gadda da vida”, de Ángel Cuandón.
Tres
Pero dentro de este conjunto de 29 textos, destacaré tres:
1.- “Después del tren”, de Leticia Dávila. Por su carga vivencial y el peso filial de las palabras que anudan una historia única dentro de la maraña de tantas contadas en torno a la tragedia dicha mil veces: el Trenazo de Puente Moreno el 5 de octubre de 1972, con sus miles de muertos en el extrarradio sur de Saltillo.
El abuelo, muerto unánime, presencia tangencial y desmesurada, casi garciamarquiana:
“Era el juez, el sacristán de la pequeña iglesia dedicada a la Virgen de los Dolores, el que cantaba en los funerales y tocaba el violín en las bodas, el Meliso en las pastorelas y el que hacía los ataúdes.”
Y el fervor de la no resignación ante lo incomprensible:
“Lloró por semanas en los rincones de la casa del tío Tereso. Platicaba que por las noches sentía clarito la respiración de su esposo en el cuello. Mamá lo soñaba: lo veía llegar a la casa cubierto de tierra y ensangrentado, pero vivo.”
2.- “La muerte del señor C”, de Luis Castro. Por que más allá de ser una dolida elegía al padre, articula un potente alegato donde se entrecruzan lo lírico, lo político y lo sensorial:
“Su mal era sistémico, sus órganos empezaban a fallar, uno a uno, acercándolo inexorablemente al fatal momento en que tendría que entregarse a lo que fuera o fuese, no lo sabía bien, y también al instante mortal en que dejaría de apretar los rotos dientes tratando de aferrarse a la vida; esfuerzo necio e inútil.”
Con rabia, pero con humor, con ecos al Ivan Ilich de Tolstoi, al mejor Revueltas y al Artemio Cruz de Fuentes, Castro reincide:
“Serenidad que daba paso a la lucidez mental y al terror infinito generado por la poca prometedora idea de quedar dormido para siempre, perder los recuerdos terrenales, entregar la conciencia al Águila, estirar la pata, cambiar de universo, colgar los tenis, emprender el viaje sin retorno, pasar a mejor vida, entregar el alma al Creador, ver la luz al final del túnel, ver crecer las zanahorias desde abajo, colgar el pico, saludar a la huesuda, quebrarla, irse al otro barrio, expirar, quedar sembrado, ser alimento de gusano, navegar con Caronte, empujar margaritas, echarse una siesta eterna…”
Y en una de las escenas más brutales y bellas de todo el libro, la del ciclista de la madrugada, llevando sobre su espalda un sangrante canal de res: la narración de un estilo cuasi microscópico, hipersensorial, es única.
3.- Y finalmente, a mi criterio el texto mejor logrado de toda la antología: “Con vocación de torero, poeta y loco”, de Miguel García. Un texto que de principio a fin rezuma oficio, lecturas y la aguda observación de la que surge el certero perfil de un personaje como lo es el extravagante torero Jorge de Jesús Gleason.
La recreación de la frase grandilocuente, la mitomanía, el contrapunto y la desmesura:
“Yo estoy dispuesto a salir en hombros o en camilla”.
Con sorna, pero con piedad, el cronista Miguel García urde un interesante recurso para narrar al torero: lo contrapone y lo glosa a partir de la órbita mítica de Cervantes:
“Pero todavía nadie distingue entre denuncia o temeridad. Algunos trastornados chocan contra molinos de viento en su último respiro se retractan de sus hazañas; otros, al borde de la muerte, intentan hacer realidad sus fantasías aunque fallen a diario.”
“Don Quijote prefirió jactarse de cuerdo antes que morir como demente, “Glison” no lo haría.”
A través de la observación directa, la evocación, la entrevista y la glosa literaria, Miguel extrae todos los matices y contradicciones del voluntarioso ex payaso de rodeo, infatigable trotamundos, sobreviviente de mil accidentes y cuasi suicida hundido en la melancolía, luchando contra la traición del maltrecho cuerpo y del implacable paso del tiempo, un héroe de cabeza dura que se niega a rendirse ante la demoledora evidencia:
“Quiero sentirme un hombre completo, no estoy loco”.
Bitácora de la memoria. Antología de crónica
Autores de Monclova y Saltillo.
IMCS / Museo Pape
2017. 156 p.