¿Cuál es el futuro de México?
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Me cansa y me irrita escuchar a los candidatos a la presidencia de México. Imposible no molestarse. Sus discursos no deparan sorpresas, siembran encono. Burdos, llanos, baratos, telenovelescos. No soy escéptico. Soy realista y pesimista. Quienes hablan son los mismos de ayer y serán los mismos de mañana. Así será hasta que el país cambie, no como ha sucedido hasta ahora, sino como debería suceder. Nuestra nación ha cambiado. Y mucho. Los narcotraficantes gobiernan grandes porciones del país, (mal)emplean a ¿muchos? millones de ciudadanos, tienen más presencia que los políticos en buena parte del territorio, toman decisiones sobre múltiples asuntos críticos de la nación, y, etcétera.
A don Felipe Calderón, mientras ejercía en México, o durante su estancia en Harvard —¿a qué fue?—, le molestaba la aseveración de los estadounidenses cuando consideraban que nuestra nación era un Estado Fallido. Independientemente de la náusea que provocan nuestros vecinos, en este caso, no estaban, ni están, equivocados. Basta enterarse del número de naciones no antimexicanas, que aconsejan a sus ciudadanos no viajar a varios —demasiados— estados mexicanos.
El centro de estudios Fund for Peace ha propuesto cuatro parámetros para considerar que un Estado es fallido: 1. Erosión de la autoridad legítima en la toma de decisiones. 2. Incapacidad para suministrar servicios básicos. 3. Pérdida del control físico del territorio o del monopolio en el uso de la fuerza. 4. Incapacidad para interactuar con otros Estados, como miembro pleno de la comunidad internacional. Salvo el último punto, el cual es debatible, los tres primeros son ciertos y en el caso de nuestro país, son demoledoramente veraces.
Felipe Calderón se sentía ofendido cuando los gringos decían eso de nuestro país, mientras que Enrique Peña Nieto ha abonado toneladas de malas decisiones para sumirnos en el caos. Basta confrontar hechos positivos reales contra hechos negativos igualmente veraces. El resultado es negativo. Un fantasma llamado caos recorre nuestra nación. Aunque por razones que desconozco, no aparecemos en la lista de Estados fallidos —seguramente nuestros jerarcas corrompieron a los dueños de las listas—, compartimos título, aunque reconozco que la entropía en Somalia, Irak, Siria, Nigeria y otros países africanos es mucho peor que la lograda por nuestros jerarcas. Si bien no en todo México se cumplen los cuatro requisitos enumerados, buena parte del territorio gobernado por narcotraficantes o por gobiernos narcos, satisfacen los criterios de Fund por Peace. Basta recorrer en el norte las ahora ciudades fantasmas y enterarse del número de desplazados (connacionales que abandonan sus hogares y se mudan a otras ciudades) para comprender el fenómeno. Ignoro el número de personas que han tenido que abandonar su hogar y el de ciudades fantasmas. Deben ser cientos de miles —¿millones?— y "muchas".
Son muchas las vergüenzas que nos azogan; los desplazados son una de ellas. Dejar todo –casa, trabajo, escuela, familia, amigos, panteones— para salvar la vida es un brete inmenso. Los desplazados, por el simple hecho de serlo, cuentan con suficientes razones para solicitar que se juzgue a los gobernadores (ir)responsables de sus Estados por permitir ese fenómeno. Tienen razón los periodistas cuando aseguran que un Estado fallido es aquel que no cumple con sus ciudadanos, tal y como reza el segundo inciso, "incapacidad para suministrar servicios básicos". En México la mitad de la población es pobre o miserable, es decir, tienen garantizada la supervivencia un día, una semana, un mes, quizás un semestre, no más. Los pobres que apenas sobreviven, aunque no sean víctimas de guerras como los países africanos, son víctimas de expolio, de corrupción y de impunidad, trilogía maligna propia de la política mexicana (da igual: PRI/PAN/PRD, PRD/PRI/PAN o PAN/PRD/PRI (no incluyo a Morena porque aún no han estado en el poder e ignoro qué harán sus hermanos de Encuentro Social).
No soy devoto de fundaciones extranjeras. Menos de aquellas dedicadas a juzgarnos, y menos de las estadounidenses, aunque sean no gubernamentales, como Fund for Peace. No es menester leer sus estatutos para saber que tienen razón. La contumacia de nuestros políticos no solo es contumacia. Es mucho más. Es la imperiosa necesidad de ser mitómano para protegerse y proteger a quienes saben todos los deslices, robos, tropelías y pactos cometidos por sus otros yoes.