Don Joaquín Arizpe de la Maza, “El caballero de las mil Sonrisas”
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El 25 de noviembre del 2012, don Joaquín Arizpe accedió a compartir sus memorias en una entrevista entrañable desde su oficina, la cual debió concluir antes de tiempo debido a problemas de salud que desde entonces aquejaban al empresario
“En un viaje aún más al pasado, dice que los primeros años de estudio, la primaria, los cursó en Saltillo, en la escuela de la Purísima, cuyo edificio lo ocupa hoy la Secretaría de Finanzas, en las calles General Cepeda y Emilio Castelar. Luego de tres años fue llevado a la ciudad de México, al Patricio Sanz, y de ahí partió hacia Brownsville. En este lugar, Emilio se graduaría e iría a la universidad, mientras él todavía se preparaba en High School. Sin lograr acertar en el año, don Joaquín dice que por aquellos años se metió a trabajar, después tomó un curso de contabilidad en la universidad de Harvard, lo cual siente que lo preparó para vivir y le ha servido mucho. Su sueño en la vida, de hecho, se inclinaba por la contaduría, pero los planes no salieron como se soñaron.
“Yo le entré a todo, verdad, el principal negocio era ése, pero se cambió poco a poco con la Coca-Cola. Tuvo un desarrollo mucho más importante que lo textil, comenzó a desarrollarse mucho mejor”. Con la misma gentileza que le ha puesto a sus palabras, dice que por aquella época la fábrica era sólo un cuarto donde laboraban apenas seis personas. Y es que dice estar consciente que uno no puede llegar a la cima sin dar antes pasos pequeños, sin iniciar desde abajo. Pero ¿cómo fue cuándo llegó? “¡Cómo no acordarme! El día que llegué fue el primero de mayo y teníamos balance, por eso me acuerdo, es mentira que nadie trabajaba ese día, nosotros siempre trabajábamos”. Lo interrumpe una tos terca pero sutil, bajita. Quizá ya se ha cansado, pero él lo niega. Prendido por la anécdota, continua y admite que aquel primer día de mayo de 1938 estaba completamente asustado. Era, dice, una cosa nueva, una cosa diferente a la de ser estudiante. Sentía que no tenía la facilidad de su padre para los negocios. La única vez que le ofrecieron algo de dinero por sus servicios fue cuando estaba en el curso en Harvard, “pero era una cantidad muy pequeña”. A la fecha, estar frente a la compañía ha sido el único trabajo formal que ha tenido.
Detrás de él, justo a sus espalda, está la botella conmemorativa de los 60 años de la Coca-Cola, en librero de la izquierda, en la parte de arriba, un recipiente transparente que dice que es el jarabe original y a un lado, una botella de edición especial por los 125 años de la compañía que dice: “Sharing Happines”. La tos vuelve y lo pausa (eso no puede ser buena señal). Respira hondo, cierra los ojos con fuerza, se ve por el gesto que hace. Cuando los abre, golpea el malestar con otra sonrisa (no sé si se me ha escapado alguna, la verdad parece que siempre está sonriendo).
El ejemplo de su padre
Retoma la plática y dice que entonces no se necesitaban juntas pomposas, simplemente charlas con los empleados, con su hermano Emilio, con su papá. Así es como se tomaron las primeras grandes decisiones. “Lo que hacíamos siempre era bajo el consejo de papá, quien venía tres veces a la semana de Monterrey. Él era el dueño y el director y todo, nosotros nada más estábamos aprendiendo”, dice. A la derecha de donde está sentado, hay un cuadro donde aparece su viejo con esa mirada dura, la cara echada hacia abajo, el mentón amplio: un hombre de antes. Don Joaquín lo recuerda con un semblante que la mayoría de los hijos pondrían al remembrar a su padre. Echa la cabeza hacia atrás, infla el pecho, mira ligeramente hacia el techo como si quisiera romperlo y enclavar los ojos en el cielo para encontrarlo (seguramente don Emilio le devolvería el gesto).
“La gente que trabaja en las fabricas y cualquier compañía es quien puede sacarla adelante e impulsarla, y de nada sirven las actitudes de un patrón que llega únicamente a decirles cómo deben hacer su trabajo”, narra el también empresario
La respuesta, sostiene, es platicar todos los días, y tener en claro que se trata de que todos caminen al mismo paso, y no que unos se beneficien con sus amigos a costa de otros.”
En el caso personal, hace 10 años que junto a las familias Barragán, Fernández y Rosman conformaron el Grupo Arca, lo cual don Joaquín piensa que es una experiencia de éxito porque han logrado avanzar sin problemas, siendo una experiencia sumamente satisfactoria, ya que de acuerdo con don Joaquín siempre se ha trabajado sin problemas.
Hasta hace pocos años, don Joaquín y don Emilio, eran consejeros de la empresa Coca-Cola, pero decidieron retirarse. “Pensamos que ya era tempo, que necesitábamos dar el paso siguiente. La cosa es que consejeros son hasta cierta edad, luego tienes que darle. Si te emberrinchas no haces nada”. Lamentablemente, don Emilio murió el pasado 8 de marzo de 2011, con lo cual se rompió la dupla que formaban.
Eso no impidió que en 2011, el Ayuntamiento de Saltillo le otorgó la Presea Saltillo, en el marco del 434 aniversario de la fundación de la ciudad.
Comentó entonces “Me siento orgulloso, pero es justo compartirlo con los demás, porque todos y cada uno de los saltillenses hemos puesto nuestro granito de arena para que la ciudad crezca”.
Mas qué queda después de el trabajo incansable, después de los reconocimientos y los premios. Según el hombre lo que resta es entregar algo a cambio de lo mucho que ha obtenido y aprendido: la generosidad, el apoyo, las amistades, los consejos. “Debemos buscar pagar aunque sea poquito”.
África: la mejor noche de su vida.
En la oficina de don Joaquín, que comienzo a sospechar es también una especie de templo, hay detalles particulares que llaman la atención. Además de los adornos y recuerdos que tiene de la Coca-Cola, tiene dos grandes bustos de animales, uno de un toro y otro de un elefante.
De hecho, al mirar con detenimiento, hay varios elefantes. Uno pequeño y plateado que detiene los libros en el librero, otro en una pintura en la parte más alejada del escritorio, y otras figuras más diminutas. ¿Una colección, un hobby, alguna manía? No.
El hombre junta de nuevo sus manos y sobresalen en ellas las venas, y dice que le apasiona la cacería, que fue algo que nació de pronto por la relación que mantenía con algunos amigos.
Las primeras veces que salía, dice con una voz débil, era a San Salvador de los Venados, y otros lugares cercanos. Esto se convertiría pronto en algo asiduo, e incluso llegó a brindarle la que considera como mejor experiencia de vida: un viaje al África.
Tose, pero se quita rápido ese padecer molesto que le raspa la garganta. Más o menos tendrían 21 o 22 años, lo que significa que el viaje ocurriría en 1941 o 1942. Un grupo de personas se organizaron para ir de cacería, y entre ellos iba Javier López del Bosque, quien fuera mentor y entrañable amigo en los negocios y la vida.
Tras haber llegado al continente que para muchos inspira aventura, cuenta que la primera noche ahí sería como ninguna otra.
“Llevábamos un guía y nos llevó con una tribu al campamento donde íbamos pasar esa noche. Ahí las personas comenzaron a tocar los tambores, ahora sí que eran ritmos africanos de verdad. Y tocaron muy buen rato, y también bailaron, y se escuchaba todo muy bonito. No sé cuánto tiempo haya sido, pero era algo mágico, como estar en otro mundo, qué sé yo”.
Don Joaquín recuerda que aquel día había estado “soleado, pero soleado”. El sol se sentía que pegaba más que en cualquier otro lado que hubiese estado antes. Ni una sola nube por el cielo absolutamente azul, y recuerda también que ver un cielo así no tiene comparación, pues no esconde su inmensidad entre edificios o barreras.
“Después el guía, que era el que traducía todo, nos dijo que con lo que había pasado ahí, habían invocado la lluvia. Yo me quedé pensando, y dije: ‘cómo va a ser, si está ahorita todo despejado’. Pues al día siguiente, se nubló aquello y comenzó a llover”, comparte el hombre con una expresión todavía de asombro, con los ojos más abiertos de lo normal, la boca abierta y una risotada.
Cómo pasó aquello, cómo sabía aquel hombre que el cielo se nublaría, si fue coincidencia o un hecho incuestionable, no lo sabía, pero jamás lo olvidaría.
En ese viaje cazaron rinoceronte, elefante y búfalo. Hoy, dice, los premios están en la sala de un local. “He cazado más. Todos dan su batalla”, pronuncia. Después se queda callado por un momento, y se puede observar que hace un intento por pasar saliva, quizá para aliviar su garganta de tanto hablar.
Intentó llevar a sus hijos por este camino, pero al final no les gustó. Ya no ha cazado, y ahora su tiempo libre lo invierte en lo que quiera, en leer, escuchar música, en reuniones de trabajo (que ya son muchas menos), pero sobre todo en la familia, que son, afirma, su más grande tesoro.
Un hasta pronto
Don Joaquín se toca la garganta. Pide un poco de agua, y el resultado no es el esperado: las molestias siguen. Hace un intento por hablar, pero le gana la terca tos que se ha empeñado en cansarlo. Otro intento y la misma terca tos. Al parecer esto debe terminar.
Se levanta a ritmo lento. Se acomoda el traje, revisa que sus mangas estén en su lugar, y camina hacia la puerta. Extiende la mano, y al estrecharla no queda duda que fuerza es lo que menos le falta. Después dos palmadas fuertes en la espalda, como hicieren los hombres jóvenes al despedirse.
Fuerza la voz y logra decir: “Perdónenme, me duele mucho la garganta, pero ya ven que estuvimos muy cómodos platicando como amigos. Ahora ya somos amigos, pero ustedes se tiene que ir, y yo también. Fue un gusto conocerlos. Hasta pronto amigos”.
Antes de que cierre la puerta, regala una última sonrisa (con él ha quedado claro que este gesto sólo puede otorgarse sin esperar algo a cambio) y entonces entiendo que don Joaquín, con el respecto que merece, es un caballero que oculta mil sonrisas. Después la puerta se cierra.