El Chapo recuerda su infancia: “Me decían hínquese ahí y me daban de golpes con una vara para las vacas”

Nacional
/ 30 octubre 2016

Los informes psicológicos a los que se ha tenido acceso le dibujan como un ser abatido, inseguro.

Cárcel de Ciudad Juárez. El preso 3912 se ha sentado frente al psicólogo. Le custodian tres guardias. Tiene 59 años y los ojos hundidos por el triazolam. El especialista le pide que recuerde. El hombre recuerda. Nació en el poblado de la Tuna (Badiraguato, Sinaloa). Su padre, un agricultor hipertenso, murió en 1982 de un infarto cerebral. Su madre, de 88 años, aún vive y es una mujer de respeto. Sacó adelante a la familia y siempre le ha defendido. Incluso cuando ha sido acusado de los peores crímenes. Y no son pocos. Él es Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, El Chapo. El segundo de ocho hermanos, el primero de los narcotraficantes del mundo.

El líder del cártel de Sinaloa se mueve en la silla. Cada media hora deja de hablar. Se agota, hace pausas, se recupera. Los informes psicológicos a los que ha tenido acceso EL PAIS le dibujan como un ser abatido, inseguro. El facultativo considera que sufre un trastorno de ansiedad generalizado. Guzmán Loera, 110 de coeficiente de inteligencia, 66 latidos por minutos, lo explica de otra forma: “Nunca había tomado medicamentos y ahora tomo muchos. Eso me está haciendo mal. Si esto sigue así, creo que para diciembre no voy a estar bien”.

Los pocos momentos de alegría le vienen de sus recuerdos. Los más antiguos se remontan a cuando tenía cinco años. Corta leña, cuida el ganado, siembra maíz y frijol. Esa memoria le reconforta. “Mi infancia fue muy bonita”, llega a decir el hombre que puso su pistola en la sien de México. “Es seductor, espléndido, genera sentimiento de lealtad y dependencia hacia su persona. Pero no es indulgente con sus detractores y no vacila en romper alianzas. Cumple compromisos, pero también sus venganzas, empleando cualquier método si se siente amenazado”, señalaba un informe de 2005 elaborado por la fiscalía.

Ahora, las tornas han cambiado. El último estudio psicológico, fechado el 11 de octubre, no habla de violencia. Eso se evita. El documento tiene como fin fundamentar su defensa frente a la extradición. Todos los recursos presentados hasta la fecha han fracasado. La expulsión a Estados Unidos, su gran pesadilla, ya es inminente. Su última esperanza radica en alegar malos tratos carcelarios. Una vía que  puede retardar su salida y mantenerle en una tierra que sabe corromper y donde cada día ganado supone una oportunidad. Por eso habla y recuerda ante el psicólogo.

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De niño en La Tuna. La abuela tenía ganado y ordeñaba; él desgranaba las mazorcas para dar de comer a las gallinas y preparar nixtamal. El cuadro es casi idílico, pero pronto se oscurece. La abuela tenía una vara para golpear a los animales. “Me mandaba a por una vaca y si no la traía, con una baqueta para las vacas me daba; me decía hínquese ahí y había que hincarse, si no me iba peor”. Esa fue su época más feliz. Lo que vino después pertenece a la historia más negra de México.

En su relato ante el psicólogo, El Chapo rechaza analizar su conducta y crípticamente cita la fábula de la zorra y el cuervo como motivo de su silencio. Habla de sus tres esposas (Alejandrina, Griselda y Emma), de sus 10 hijos reconocidos y de los otros vástagos fruto de “amigas circunstanciales” a las que, insiste El Chapo, manda dinero para su manutención. Pero no menciona, o al menos no consta, su amistad con el terrible Héctor Salazar Palma, El Güero Palma, ni sus inicios a las órdenes de su maestro, ex policía Miguel Ángel Félix Gallardo, El Padrino, líder del cártel de Guadalajara. Nada de eso recuerda.

El núcleo de su confesión son sus problemas mentales. Sufre cefaleas, náuseas, estrés, insomnio. Los medicamentos le sirven “para controlar”, pero en su cabeza se agolpan “muchas cosas pasadas, pero no las recientes”. “Me siento mal del cerebro, se me están olvidando las cosas, no me acuerdo de la toalla para ir al baño”, afirma.

Sometido a un régimen especial de aislamiento por temor a una nueva fuga, sólo pisa tres veces a la semana el patio, tiene limitada la correspondencia y no puede hablar con sus guardianes. Sus abogados consideran que se trata de tortura por deprivación sensorial. El Gobierno lo niega. Los jueces, de momento, tampoco lo aceptan.

El Chapo, diluido en los días iguales del presidio, ve correr el reloj en su contra. Fuera, pese a las guerras desatadas en su ausencia, le esperan una fortuna, mujeres y cientos de sicarios dispuestos a dar la vida por él. Pero eso queda lejos. Tras los barrotes, el espacio se va estrechando. “No tengo televisión, radio, nada… Siempre estoy en la celda, acostado en la cama baja”. El preso 3912 se siente asfixiado. Su tiempo toca a su fin.

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