¿Por qué la gente sigue creyendo en Dios?
La universalidad de las creencias religiosas sugiere que fueron útiles para la supervivencia y favorecidas por la selección natural
Hay una idea sobre la religión que puede incomodar tanto a ateos como a creyentes. Su universalidad hace pensar que está inscrita en el cerebro humano gracias a la selección natural, porque cumple alguna función que ayudó a los creyentes a sobrevivir. Los humanos habríamos evolucionado para crecer con el germen de la fe en algún tipo de dios o dioses, del mismo modo que, según planteó Noam Chomsky hace décadas, los niños vienen al mundo con estructuras neuronales que les permiten aprender el idioma de sus padres. Después, el entorno es el que determina el lenguaje o la religión particular que se aprende.
Los estudios con gemelos idénticos y mellizos separados al nacer llevados a cabo por el investigador Thomas Bouchard muestran que la carga genética está relacionada con lo religiosa que es una persona. Los gemelos nacidos de un mismo óvulo tenían una forma de pensar mucho más parecida entre sí que los mellizos que nacieron a la vez pero de distintos óvulos. Uno de los hallazgos más llamativos de este tipo de estudios es que si un gemelo era criado en una familia atea y otro en una católica practicante, ambos acabarían manifestando de un modo muy similar su fe o su falta de ella. Además, Bouchard vio que la relación entre la influencia genética se incrementa respecto a la del entorno con el paso de los años, cuando la influencia de los educadores se reduce.
Desde el punto de vista individual, la religión y las supersticiones tienen una utilidad como herramientas para hacer frente a la incertidumbre de la vida diaria. Algunos estudios sugieren que la existencia de un orden supremo y la posibilidad de influir en él a través de ritos sirve para reducir el estrés que genera no saber qué sucederá en el futuro. Esto puede ayudar a entender por qué algunos de los hombres más poderosos del mundo, como el presidente francés François Mitterrand o el estadounidense Ronald Reagan, líderes de países con un poderío científico e intelectual inmenso, pero también sometidos a tremendas incertidumbres, demandaron los servicios de astrólogos y videntes para sobrellevar las dudas propias de su oficio.
Un trabajo realizado por psicólogos de la Universidad de Queensland, en Australia, planteaba que creer en que el futuro es predecible incrementa la percepción de que ese futuro se puede controlar. Por lo tanto, explicaban, “la creencia en la precognición [la capacidad para predecir el futuro] debería ser particularmente fuerte cuando la gente más desea el control, es decir, cuando no lo tienen”. Sus experimentos comprobaron que las personas que sienten que no pueden manejar una situación creen más en los futurólogos que los que creen que tienen todo bajo control.
Esta relación entre atracción por poderes ocultos e incertidumbre, también se ha observado tras atentados como los de ayer en Bruselas. En EU, tras el 11-S, se multiplicaron las ventas de los libros del astrólogo del siglo XVI Nostradamus. En las semanas que siguieron a los ataques, el bestseller francés coló en la lista de los más vendidos de la tienda Amazon tres versiones de sus célebres y ambiguas predicciones, en las que algunos interpretan que adivinó la llegada de Hitler al poder o la epidemia del sida.
Junto a las necesidades particulares que puede satisfacer la religión, varias hipótesis han tratado de explicar la tendencia humana a creer en dioses a través de sus efectos sobre los grupos. En las sociedades del paleolítico, probablemente igualitarias y sin sistemas para imponer el orden por la fuerza a la manera de los Estados modernos, la religión habría servido para fortalecer los vínculos entre los individuos de la tribu y controlar los impulsos egoístas por miedo al castigo divino. Experimentos como los realizados por Jesse Bering, psicólogo de la Universidad Queens de Belfast, muestran que los niños son menos proclives a engañar cuando piensan que les vigila un ente invisible. En su opinión, este tipo de resultados sugiere que creer en que los dioses o los ancestros muertos nos vigilan sirvió para fortalecer la cooperación en los grupos de cazadores recolectores.
Aunque existen dudas sobre la posibilidad de que la selección natural actúe sobre grupos en lugar de sobre individuos, hay biólogos como Eduard O. Wilson que creen que en las sociedades humanas primitivas se dieron las circunstancias para hacerlo posible. Por un lado, el igualitarismo habría facilitado que los individuos altruistas transmitiesen sus genes a la siguiente generación, y por otro, las continuas guerras con otras tribus acabarían por beneficiar a los miembros de grupos más cohesionados.
Más adelante, según proponía un estudio publicado recientemente en la revista Nature, la creencia en un dios moralista, omnisciente y capaz de castigar a quien no siguiese sus mandamientos, se convirtió en un pilar sobre el que se construyeron las sociedades complejas. A diferencia de los humanos que vivieron en los pequeños grupos de cazadores recolectores antes de la aparición de la ganadería y la agricultura, los habitantes de los Estados civilizados no conocían personalmente a todos los miembros de su sociedad. La presencia del dios vigilante habría servido para fomentar la cooperación entre desconocidos que compartían religión.
La religiosidad, que fue útil en algunos momentos de la evolución humana, no está exenta de efectos negativos. La capacidad de cooperar evolucionó en un entorno en el reforzar los lazos con los miembros de nuestro grupo cultural era clave para la supervivencia, en buena medida porque era necesario para enfrentarse con éxito a otros grupos. Antropólogos como Michael Tomasello afirman que “las diferencias de trato a los miembros del grupo y a los que no lo son” son uno de los “hallazgos más sólidos de la psicología”. Por su parte, el sociólogo Robb Willer, de la Universidad de Stanford (EE UU), ha observado que las personas no creyentes se veían más motivadas por la compasión a la hora de ser generosas. Para quienes tenían fe, las emociones eran menos importantes en su decisión de ayudar al prójimo que, por ejemplo, la identidad de grupo. El instinto de desconfiar de las personas que no consideramos de nuestro grupo se ha azuzado durante milenios para enfrentar a unos humanos contra otros con los más diversos intereses y en esa tarea, la religión, tan eficaz para unir, también lo ha sido para separar.