En Fermín, ejido de General Cepeda, ya no hay vacas para hacer queso
COMPARTIR
La falta de lluvias obligó a los habitantes a buscar un mejor futuro en la ciudad; los pocos que quedan se van muriendo de viejos. Este lugar cada vez más parece un pueblo fantasma
Aquí es el silencio, la soledad, el abandono, preso entre dos hileras de casas de barro pintadas al pastel.
Se llama Fermín, ejido de General Cepeda, un pueblo que, junto con otras aldeas del rumbo, hace tiempo, no mucho, brilló por sus quesos.
Al menos es lo que cuenta la gente de por acá.
Ahora de aquellos años de gloria y bonanza, apenas y queda un recuerdo borroso, rancio.
Llego a Fermín un sábado cuando el sol, medio escondido entre nubes plomas, cuelga por todo lo alto.
Llego, porque como dice Martín Caparrós, a los pueblos se llega, a las ciudades se entra.
Llego.
En el centro del villorrio que más bien parece una plazuela con árboles escuálidos, miro correteando a un grupo de críos.
Busco a las gentes que aquí hacen queso, les digo.
Y sigo a uno de los chicos que lleva en brazos a un cachorro negro, hasta el umbral de una tiendita, tiendita de rancho.
La tiendita de doña Rosa Espinoza.
Doña Rosa es una mujer llenita, morocha, usa antiparras, delantal, y dice que no, que en Fermín, donde habitan si acaso unas 35 familias, ya hace años que lo de los quesos se acabó, que ya no hay quesos desde que la gente vendió sus vacas y se fue del pueblo para buscarse la vida en las ciudades.
Unos se fueron y otros se acabaron de puro viejos,
Unas vacas las vendieron y otras se murieron de hambre.
En Fermín ya no hay vacas ni gente.
Porque ya en Fermín no hay qué coman ni las gentes ni las vacas.
Dice Rosa, detrás del tosco mostrador de su tienda.
Luego la emprende hacia otra pieza de la casa y regresa con dos quesos en una charola.
Son dos quesos grandes, blancos, redondos, gordos, como lomos, que Rosa deja sobre el mostrador.
Señores quesos, de esos quesos que ya no se hacen, que ya no hay.
Esta mañana, dice Rosa, su esposo madrugó, se levantó cuando estaba oscuro, para ordeñar las únicas cuatro vacas que le quedan y elaboró estos quesos para comer en casa, tiempo hace que el marido de Rosa ya no vende quesos.
Aunque todavía hace quesos, poquitos, pero sí, dice Rosa.
Unos seis a la semana, las vacas ya están secas porque van a tener becerritos y…
En la época buena venían compradores hasta de Monterrey a llevar queso de aquí,
Entonces el esposo de Rosa hacía 10 quesos diarios, de esos grandotes, redondos y gordos, pero ya no.
Se desterraron los compradores desde que en Fermín se acabaron las vacas y las gentes.
Todo fue que en Fermín ya no llovió, se vino la seca, se murieron los animales y ya no hubo leche para hacer los quesos.
Y si no cae agüita aquí, no hay qué ruñan las vacas.
Es cuando los animales andan que no hallan que comer y se mueren.
En Fermín la seca ha dejado mortandad de vacunos.
Nomás se tullen, se caen, que ya no se quieren levantar, y se quedan muertas, en la inmensidad del monte.
A veces sus dueños las levantan, les ponen cuatro palos amarrados con mecates en las patas y ahí les están dando de comer.
Pero es muy raro que vivan.
No van a estar todo el tiempo colgadas,
Se mueren.
Y entonces la gente va y las tira por allá lejos, allá en los zanjones que hay en el llano.
Como quiera los queseros que venían a comprar queso a Fermín compraban a precio barato, a veces hasta en 20 pesos la pieza, cuando en Monterrey iban y los vendían en 60 pesos, y eso a la gente de Fermín no le pareció, dice Rosa.
Aquí vienen y pagan a como les da su gana, dice.
Y, dice Rosa, es mucho trabajo hacer un queso.
Primero correr la leche, tibiarla, echar el cuajo…
Solo doña Rosa sabe de lo que habla.
Y luego a veces que no sirven los cuajos y ahí anda Rosa batallando.
Aquí, en Fermín era de lo que vivía la gente, cuando había gente, porque no había más trabajo que el queso, pero ya no.
Ahorita, con qué siembra la gente, si ya tiene añales que no llueve.
Antes era otra vida, dice Rosa.
El pueblo era más alegra, más bonito.
Ahorita ya está solo.
Llovía bastante, mucha cosecha.
Ahora no quiere llover.
Retebien los maizalotes, los frijolares, ahorita cuándo...
Ya no se ha visto eso.
Los hombres van y barbechan sus tierras, pero de qué sirve, si a veces van y avientan el maicillo y no sale…
En realidad, los hombres de Fermín, que en su mayoría ya son viejos, no se dedican a nada, dirá Matilde Vélez, otra lugareña, viven de la voluntad de Dios.
Ái dan vueltas a la labor, a la casa y así andan…
La gente tiene sus gallinitas, le ponen un huevito…
Tiene un marranito, lo cría, lo mata se lo come o vende la carne, los chicharrones…
Es lo que crían, dice Rosa.
Afuera el pueblo parece fantasma, solo unos chicos, como fantasmas, que juegan con un cachorro.
Y un hombre que arria unas vacas bajo el sol que ahora sí ha dado la cara y quema como brasa ardiendo.
Aquí no hay gente que diga usté, mira aquella gente anda ái…
No, aquí no.
Ya Rosa y su hombre tienen pocos animales y huertita, un jardín, donde Rosa y su hombre han sembrado árboles frutales y yerbas curativas.
Y riegan sus matitas…
Estoy en medio de esa espesura verde que es la huerta de Rosa, contemplando desde abajo los duraznos, las granadas, las manzanas, los membrillos, que penden desde la cima de los árboles.
La huerta de Rosa semeja una selva en medio del páramo rodeado de cerros parduzcos y pelones.
Rosa me cuenta la historia de cada una de sus plantas.
Ese granado lo plantó en tal fecha.
Que el manzano ya dio.
Pero a aquellos duraznos todavía les falta.
Y mire esa menta, dice.
— ¿Y los quesos, Rosa?
— No, en este pueblo ya no hay quesos…