El niño genio que no cree en Dios, pero sí en los Reyes Magos

Nacional
/ 26 marzo 2016

La mente de Carlos trabaja de una manera muy singular, pues es rebelde y desordenado, pero aprende a una velocidad mayor que la de un estudiante de nivel licenciatura

Cuando terminó su ciclo escolar, Carlos Santamaría decidió que era buena idea jugar con la computadora del director de su escuela de verano. Había sido inscrito a un curso de inglés en el instituto Berlitz, uno de los mejores colegios de enseñanza de idiomas a nivel mundial. Tras un: “May I go to the bathroom?”, se liberó por un momento de la clase que cursaba junto con alumnos de 12 años. Mientras caminaba por los pasillos, Carlos se percató de que el director estaba ausente y su oficina disponible para que pudiera divertirse por unos instantes.

 Así que se dirigió a la computadora para jugar con Google Earth, la aplicación para observar cualquier lugar del mundo desde el monitor; sin embargo, no estaba instalada. Esto no representaba ningún problema para él, bastaba con entrar a un buscador de internet, elegir la página adecuada que proporcionara el programa en una versión que se adecuara al sistema operativo al que estaba sujeto el dispositivo y pulsar el botón “descargar”, pan comido para él, un niño.

No resultó mayor problema hacer eso cuando a los dos años estaba interesado por la astronomía, al grado de conocer temas profundos de la ciencia y a los tres aprendió a leer sin ayuda de nadie.

Superdotado con malas calificaciones

Es constante causa de mofas que el nombre de la asociación internacional de superdotados sea Mensa. Sin embargo, la palabra procede del latín mensa, que significa mesa, que alude a la famosa “mesa redonda” del rey Arturo, conocida por reunir a especialistas en un mismo tema con los mismos derechos de opinar. La asociación respalda al Centro Nacional de Sobredotados de México (Cedat), una institución encargada de realizar investigaciones científicas en menores superdotados. Fue ahí donde Fabián Santamaría y Arcelia Díaz, padres de Carlos, buscaron una respuesta para entender el comportamiento de su hijo.

“El dueño del centro es un doctor en siquiatría quien tiene tres niños, pero él dice que los tres son talentosos. De ser así, las teorías de genética valieron gorro porque todos le salieron igualitos, no hay herencia, no hay genes dominantes ni recesivos, es un negociazo. A mí no me gusta hablar de eso porque te da un IQ que dice que tu hijo es sobredotado, pero no te da uno que supere a sus tres hijos, quienes son los que se van a los cursos de la NASA. Ellos tenían un acuerdo con Mensa pero se rompió al ver las irregularidades”, cuenta Fabián Santamaría.

La confianza en ese lugar terminó para ellos. Les indicaron cuánto de IQ tenía Carlos, pero Fabián se niega a decirlo. “A mí no me preguntes de números, una cifra hace que cuestionen si es o no un genio”. Pero si el instituto le aseguró que era sobredotado significa que al menos tenía un IQ de 130, según los estándares de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

A Carlos no le interesan esas calificaciones. Su mente funciona de manera diferente. Mientras un niño con altas capacidades intelectuales se reconoce por ser el abanderado, sacar 10 en sus materias, ser amado por los profesores y compañeros de clase, graduarse con honores, tener maestría, hacer un doctorado y obtener un empleo exitoso, los superdotados se reconocen por ser exactamente lo opuesto. Carlos saca malas calificaciones, no se lleva bien con sus maestros, odia los exámenes y no tiene ni la más remota idea de lo que quiere estudiar o en qué piensa trabajar cuando sea mayor. “Las clases me aburrían. Era repetir y repetir y repetir; primero, segundo y tercero fueron lo mismo, sólo que con diferentes personas, con diferentes niños y diferentes lugares, porque he estado en Toluca, aquí en la Ciudad de México, en Guadalajara y en España”, dice el niño de nueve años.

El padre del menor tuvo que viajar por cuestiones laborales a España. Tenía fe en que allá tuviera una gama de opciones para que su hijo pudiera desarrollar su capacidad intelectual y no clases comunes con profesores que sólo lo reprimían, pero la desilusión apareció cuando se dio cuenta de que en La Patacona, el colegio valenciano donde inscribieron al niño, no sólo no entendían a su hijo, sino que fluían los comentarios xenófobos. La violencia de la institución llegó a tal grado que lo consideraban un terrorista.

“En una asesoría de padres con maestros me llamó la atención que asistieron la jefa del comedor, el profesor de deportes, la maestra titular del grupo y algunos otros. Lo raro fue que exigieron la presencia de Carlos. Yo decía: ‘La asesoría es con los padres, nunca es delante de los hijos’. Sus argumentos eran totalmente ridículos, clásicos de una persona que se siente rebasada. El niño agarra las libretas y hace formulaciones químicas y biológicas, pero escribe de atrás para delante, sin ningún orden. El maestro de deportes declaró: ‘El niño es un terrorista en potencia’”.

A Carlos no le interesa seguir la vida como los demás. Su mente trabaja de una manera tan diferente que irrita a los docentes. Cuando uno le pregunta: “¿Cuánto es 2+2?”, él responde: “Lo mismo que 3+5-1”, o bien: “¿Quién decidió que era 4?”. Una especialista noruega explicó a los padres de Carlos que su pensamiento es como un árbol. De una idea salen mil ramas, mil ideas, lo cual ocasiona que comúnmente olvide cuál es la central. El menor no da la respuesta correcta, sino muchas, y crea incógnitas que sacan de quicio a los adultos que esperan siempre tener la razón. “Los maestros me sacaban de las clases”, recuerda el niño.

En un pueblo español conocido como Alboraya, Fabián y Arcelia conocieron a Cristina, una profesora de Química que trabaja en la Universidad Politécnica de Valencia como jefa de laboratorio. Ellos querían saber si su hijo realmente entendía la química, una ciencia por la que estaba muy interesado. Varias personas les aseguraron que su niño no era sobredotado, sino que sólo tenía una memoria espléndida. Tras cuatro sesiones en donde ella enseñó al menor varios temas de la materia, concluyó que, además de tener una memoria envidiable, él verdaderamente comprendía todo. Eso se los comunicó a sus padres: “Carlos entiende y asimila todo y, lo que es peor, aprende a tal velocidad que lo que mis alumnos de licenciatura ven en un mes él lo comprende en una sesión. Sin embargo, aquí en España no pueden sacarlo del sistema, debe cumplirlo”. Fue entonces cuando decidieron regresar a México.

 

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Cachorro puma

“Lo que de verdad me gusta es la bioquímica. Todos los procesos químicos que ocurren dentro de los seres vivos”, dice Carlos. La UNAM cuenta con el diplomado en Bioquímica y Biología Molecular para la Industria Farmacéutica y Biotecnológica, que no fue diseñado para que un niño de cuarto grado de primaria lo cursara. Su padre dudaba que su hijo tuviera capacidades superiores, pero su madre siempre intentó abrirle los ojos. “Me habla de teorías químicas, de bacterias en la creación del Universo, que no son temas en los que se interesan los niños; además, me los platica con mucha profundidad”, le decía a su esposo.

Fabián y Arcelia se conocieron en la Alberca Olímpica Universitaria de la UNAM. Él era estudiante de Ingeniería Mecánica y ella de deportes en la Escuela Superior de Educación Física. Puede decirse que Carlos sí es un niño “hecho en CU”; era natural que fuera la máxima casa de estudios la que le diera la oportunidad de codearse con los grandes, puesto que logró inscribirse en el diplomado de bioquímica que sus padres habían encontrado en línea.

Entrar no fue complicado. La Facultad de Química y su director, Jorge Vázquez Ramos, le dieron las facilidades para que pudiera llevar a cabo el curso. El problema era que tenía que mantener buenas calificaciones si quería pasar de un módulo a otro, algo que a él no se le daba. “Carlos no quiere sacar 10, busca aprender. A él no le importa la cifra, él quiere comprender. En el taller le dijimos: ‘Si quieres los diplomas tienes que sacar buenas notas’”, recuerda su padre.

Así lo hizo. En el primer módulo denominado Estructura de las Proteínas obtuvo 10; en el segundo, Métodos de Purificación y Análisis de Proteínas sacó un 8. En el tercero, Principios de Biología Molecular y Expresión de Proteínas se llevó un 9. Con todo y que, como cualquier niño, odia las evaluaciones: “No me gusta hacer exámenes, sobre todo los que son en línea a contrarreloj. Una vez hice uno de cinco preguntas, ¡sólo me dieron 12 minutos! Y como lo hice demasiado rápido saqué 3”, confiesa Carlos.

El pequeño hijo de la familia Santamaría es un ser que provoca constantemente recelo entre las personas que lo conocen, pues no están acostumbradas a convivir con alguien como él. Al inicio, sus compañeros de diplomado, egresados, investigadores y químicos, lo veían de manera extraña; sus profesores no fueron la excepción, pero tras escucharlo hablar, razonar y cuestionar el aprendizaje, las reacciones se transformaron en admiración y en aprecio. Un ejemplo de ello es un joven de 24 años, “es mi amigo, se llama Rafael Fernández”, asegura el niño.

También tiene amigos de su edad, como los dos chicos valencianos que comparten el mismo nombre: Pau. También está Gabriela, una niña colombiana, y Saba, su amiga polaca. A todos los conoció mientras estudió en España. Ahora, Carlos tuvo que alejarse de ellos, mas no de la enseñanza ibérica, puesto que estudia la primaria a distancia en un programa avalado por la Comunidad Económica Europea.

El diplomado terminó, pero no la sed de aprender del pequeño. Sin embargo, no tiene ni la primaria terminada. No puede acceder a un examen de admisión de la UNAM, ¿qué pasará ahora? Pues Carlos está cursando dos materias del primer semestre de la carrera de Química.

En el Reglamento General de Inscripciones, en su apartado IV. Materias aisladas: artículo 17, de la Universidad está escrito: “Las solicitudes para cursar solamente talleres ais- lados en el nivel de licenciatura podrán autorizarse cuando haya cupo en los planteles y grupos respectivos y cuando los solicitantes tengan antecedentes suficientes, a juicio de los directores de las facultades y escuelas de que se trate. La autorización dará derecho a cursar las asignaturas que ampare, a presentar exámenes y a obtener la comprobación correspondiente, la cual no tendrá ningún valor en créditos. Las personas a las que se otorgue esta autorización no serán consideradas estudiantes, pero estarán sujetas a todas las disposiciones establecidas en el Capítulo VII de esta norma”.

El trámite fue solicitado y la firma de Jorge Vázquez Ramos permitió que, cada semana, Carlos se prepare para asistir con universitarios a sus clases de Álgebra Superior y Cálculo I. Con ello, los ojos de un gran número de académicos, sicólogos y sus propios padres están nuevamente sobre este niño de menos de metro y medio de estatura.

Tener una vida escolar universitaria al filo del sistema es algo fuera de la rutina, de las normas y de lo común. Pero no se podía esperar otra cosa para un niño que también lo es.

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