Bromas y bromistas

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Cuando Churchill era joven, estudiante todavía, envió un telegrama a diez altos señores londinenses, todos ellos pilares de la comunidad. El telegrama decía simplemente: "Todo se ha descubierto". De los diez señores, seis huyeron de la ciudad a toda prisa.
El arte de hacer bromas es sutil. Una de las mejores que conozco se la hizo Mark Twain a un cierto latoso amigo suyo. Se lo topó en la estación del tren, y el individuo le pidió dinero para comprar su pasaje, pues carecía de fondos.
-Dinero no tengo -le respondió el escritor-, pero puedo esconderte abajo de mi asiento. Te taparé con mi maleta y con mis piernas, y así el inspector no te verá.
Aceptó el tipo aquel ofrecimiento. Cuando llegó el tren se metió como pudo abajo del asiento de su amigo, y en aquella incómoda posición se dispuso a hacer el viaje. Echó a andar el tren. Una hora después entró en el vagón el inspector.
-Su boleto, por favor -dijo a Mark Twain.
El escritor le entregó dos boletos. Preguntó el empleado:
-Y el otro pasajero ¿dónde éstá?
-Abajo de mi asiento -respondió Twain-. Es un hombre muy tímido; no le gusta que lo vea la gente, y así acostumbra viajar siempre.
El ingenioso autor de "Las aventuras de Tom Sawyer" había comprado dos boletos, pero se desquitó de su molesto compañero jugándole aquella broma singular.
Hay que ser cuidadoso, sin embargo, en eso de las bromas. Recordemos el caso del peluquero aquel. En cierta ocasión uno de sus clientes le dijo con dolorido acento mientras le cortaba el pelo:
-Fíjese, maistro, que ayer me sucedió algo muy pesado.
-¿Qué le pasó, señor? -preguntó el fígaro.
-Sucede -empieza a relatar el cliente- que estaba yo en mi oficina, y de pronto me dio un jaquecón muy fuerte. Me fui a mi casa, y al llegar encontré a mi mujer con otro.
-¡Qué barbaridad, señor! -se compadece el peluquero-. De veras, ha de ser una cosa muy pesada eso de encontrar uno a su esposa con otro hombre.
-¡Oiga, maistro, un momento! -se apresura a decir el cliente-. No me entendió usted bien. Fíjese bien: lo que le dije es que estaba yo en la oficina y me dio un fuerte jaquecón. Me fui a mi casa, y encontré a mi esposa con otro. Con otro jaquecón, quise decir.
Al peluquero le pareció muy divertida aquella broma, y se dispuso a jugársela al próximo cliente que llegara. Poco después, en efecto, llegó un vecino del barrio a cortarse el pelo. Después de acomodarlo en el asiento empezó el fígaro la narración.
-Fíjese, vecino, que ayer me sucedió algo muy pesado.
-¿Qué le pasó, maistro? -preguntó con interés el recién llegado.
El peluquero hizo la consabida narración:
-Resulta que estaba yo aquí, en la peluquería, y de pronto me dio un jaquecón muy fuerte. Me fui a mi casa, y al llegar encontré a mi esposa con otro.
Dice el vecino, condolido:
-Pues sí, maistro; ya todos en el barrio sabíamos que su señora le ponía los cuernos, pero nadie se animó nunca a decírselo.