Amor leído

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Hace unos días di en Chihuahua una conferencia a estudiantes de bachillerato. En el período de preguntas y evasivas una chica me preguntó qué libros había leído yo en mi juventud. Cité dos o tres; los que creí más indicados para que los leyeran quienes me escuchaban.
 Ya de regreso, en el avión, trataba de recordar los libros que leí en esa edad de adolescencia y juventud. Hice bien en no citarlos, pues mis lecturas eran muy desordenadas. Vaya un botón de muestra. Leí la biografía de San Ignacio de Loyola escrita por el Padre Ribadeneyra. Inmediatamente después -bien lo recuerdo- leí la erótica novela "Flor de fango", de don José María Vargas Vila. Y es que leía todos los libros que había en mi casa, comprados a lo largo de los años por abuelos, padres, tíos... Igual cayó en mis manos la piadosa novelita llamada "Flora y Elío", donde se demostraba que los masones sacrifican niños en espantosas misas negras, que "Cien días de safari", escrito por don Julio Estrada, cazador mexicano de cuyos relatos se deduce que si en vez de cien días su safari hubiese durado ciento uno, no habría quedado en Africa ningún animal vivo.
 Otras lecturas hice. Los domingos, a la salida de la misa, mis papás nos compraban la revista "Chiquitín", elaborada por la Buena Prensa para contrarrestar los nocivos efectos del "Pepín" y otras vitandas revistas de monitos impresas con tinta verde o color sepia sobre papel de infame calidad. De esa edificante lectura, la del "Chiquitín", pasé casi sin solución de continuidad, como antes se decía, a la de la revista "Vea", comprada a ocultas en el estanquillo de Emilio Valdez, en la plaza de San Francisco. El "Vea" presentaba mujeres encueradas. "Encueradas" significaba en 1950 con el escote un poco más abajo del nacimiento del busto; el calzón dejando ver apenas -voluptuosa sugerencia- el nacimiento del ombligo.
Lo mejor de esa revista era la visión de las medias de nylon -con raya- y el liguero. Tan voluptuosa lencería, epítome y cumbre máxima del erotismo, desapareció con la nefasta invención de las pantimedias, estólida prenda matapasiones, muy práctica, sí, para las damas, pero estorbosa y desalentadora para los caballeros. Su inventor -seguramente un varón enemigo de su sexo, y en general del sexo- debe estar ardiendo en las llamas del infierno por haber enviado al desván de las memorias aquellos dos supremos adornos del encanto femenino: las medias y el liguero. Aunque, quién sabe... Quizás algún ancestro mío dijo lo mismo cuando desapareció el corsé.
 También leíamos el "Ja ja". Esa revista, pequeña y picosa, merece el calificativo de benemérita. Fue la primera que en México trató con humor el tema del sexo, hasta entonces tabú. Yo no la podía comprar -era algo cara-, pero la procuraba en la peluquería. Recuerdo el aturullamiento de adolescente con que le pedía la revistita al peluquero, y la naturalidad con que él me la entregaba. Aquellos insignes fígaros sí que eran hombres de mundo.
 (Seguirá mañana -el artículo, no el mundo-, para poner un poco de color en la grisura del lunes).