Portentos guadalupanos

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La televisión, todo mundo lo sabe, no educa... Bueno, en realidad eso de "todo el mundo" es una exageración. Hay quienes, como el secretario de Educación Pública, Alonso Lujambio, por ejemplo, tienen una opinión diferente.
Y bueno, se trata de un alto funcionario del gobierno federal que algo debe saber para realizar afirmaciones tan temerarias como la de hace unos días, cuando identificó a las telenovelas como un "poderoso instrumento" para abatir el analfabetismo.
Hasta antes del descubrimiento del secretario Lujambio, en esta columna ciertamente contábamos a la televisión entre las herramientas del proceso educativo, pero desde la perspectiva de Groucho Marx, ese filósofo de la post modernidad quien dijo: "Encuentro la televisión muy educativa. Cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro".
Habrá de reconocerse, en aras de la justicia, que no todo está mal con la televisión. Existe por fortuna, en la variedad abrumadora de su contenido, espacio para lo más exquisito del talento humano: auténticas obras de arte que merecen ser vistas, admiradas, una y otra vez.
El error consiste, sin duda, en considerar a la televisión como un real instrumento educativo a la altura de los libros o de la interacción, en vivo y en dramáticos colores, con especialistas de los temas que nos interesan.
Creer tal es, a no dudarlo, un error monumental, pues como ya lo dijo el escritor y cineasta británico Clive Barker, "la televisión es el primer sistema verdaderamente democrático, el primero accesible para todo el mundo y completamente gobernado por lo que quiere la gente. Lo terrible es, precisamente, lo que quiere la gente".
¿Y qué quiere la gente, es decir, la masa? La respuesta más común, si realizáramos una encuesta y ésta fuera incluida en una de las coleccionables emisiones de "100 mexicanos dijieron", seguramente sería ¡entretenimiento!
Y ahí si que la telera cumple con creces y su desempeño cotidiano es irreprochable: se ciñe de forma milimétrica a la acepción del verbo entretener sancionada por la Real Academia Española: "Distraer a alguien impidiéndole hacer algo".
¿Qué nos impide hacer la caja idiota mientras nos entretiene? Desde la perspectiva mayoritaria (una vez más, si hiciéramos una encuesta y "El Vítor" le preguntara a uno de los bizcochitos que suele incluir en su elenco) la respuesta seguramente sería que nos impide aburrirnos.
En el extremo opuesto -huelga decirlo, el de las minorías muy menores- se encuentran quienes consideran que la distracción tiene el avieso propósito de impedirnos pensar; de conjurar la actividad neuronal; de condicionar nuestra conducta para lograr nuestra sumisión a los intereses oligárquicos.
Hasta hace unos días, en esta columna nos suscribíamos sin fisuras al segundo planteamiento y alineábamos gustosamente en el disminuido contingente de quienes otorgan un crédito escaso, por no decir inexistente, a las potencialidades educativas de la telera.
Ahora tenemos nuestras dudas.
¿Cuál es la razón? Pues que, tal como nos ocurrió en la entrega de la semana anterior, la National Geographic ha venido a cimbrar todo lo que, parafraseando a Jaime Torres Bodet, creíamos haber edificado sobre sillares permanentes.
Nos explicamos: para nosotros, uno de los múltiples ejemplos de que la tele es, por encima del alcohol, el tabaco, los solventes y, en general, todas las drogas ilegales, el mayor asesino de neuronas en el planeta, es ese programa estrella del Canal de las Estrellas intitulado "La Rosa de Guadalupe".
Diálogos improbables, tramas a cual más fantasiosas, personajes que no nacerían ni en Finlandia, desenlaces que ya quisiera haber imaginado sir Arthur Conan Doyle... La Rosa de Guadalupe es, tan sólo por debajo del programa conducido por doña Laura Bozo, el indicio más importante de que las profecías mayas del fin del mundo podrían ser ciertas.
La virgencita es en esta emisión la piedra filosofal capaz de transformar nuestra indeseable realidad en el paraíso prometido. Nomás no existe asunto que su milagroso poder sea incapaz de solucionar.
El gesto sarcástico se borró de nuestros labios cuando, por puro accidente, releímos un artículo publicado por la revista National Geographic en su edición de julio de 2008, en el cual la prestigiosa publicación da cuenta del milagroso poder de la reina del Tepeyac:
" Érase una vez, en un callejón al oriente de la Ciudad de México, un letrero del gobierno de la capital, cuya leyenda a nadie amedrentaba: `se consignará a quien se sorprenda arrojando desperdicios'. Cerros de bolsas malolientes yacían allí, manjar nocturno para las ratas, hasta que un par de vecinos amaneció con una peculiar idea. Acuciosos, asearon la rinconada y plantaron un gran altar a la Virgen de Guadalupe", consigna el texto de Raúl Tortolero.
"Así, frente a la imagen religiosa más arraigada en México, no hubo quien se atreviera a dejar su habitual carga de desechos y todo optaban por retirarse con ella", remata la entrada del reportaje.
Así que ahora dudamos: a lo mejor Lujambio tiene razón y no solamente las telenovelas, sino también programas como "La Rosa de Guadalupe", son un poderoso instrumento para sacarnos del subdesarrollo...
¡Feliz fin de semana!
carredondo@vanguardia.com.mx