El síndrome ¿Esto (es el) colmo?
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Anoche llegó a manos de la que escribe una fábula electoral. Si la lees, te pasmas como pantalla, advirtió mi amigo. Y sí. Pasmada y apantallada quedé frente al escrito de 1926. La fábula, que es en realidad un poema animal, fue publicada en el diario "El Cronista" del Valle de Brownsville, Texas. Su lectura postró a su Adelita en la más profunda desgracia, desdicha y hasta calma chicha que pueda usted imaginar.
Y si no logra imaginar, le regalo estas odas a la angustia: don Calderón, en el ocaso de su administración; Josefina, con la campaña que se descarrila; Peña, que con gel enfrenta la crítica cruel; y, para acabar, Andrés, que o alcanza en un mes, o la Presidencia no es. Quadri ni cuadri en este desmadri.
Dicho con todas sus letras ¡Estremecida! Así me sentía.
Y no necesariamente por el síndrome del golpeado que, reconozco, luego nos caracteriza. No. Deje usted de lado al Pedro Infante o Santo Tomás de Aquino, "aguantador", que los mexicanos llevamos dentro. Mi estado de alarma se exacerbó porque, con un siglo de distancia, el poema electoral no perdió ni un ápice de actualidad:
"El león falleció ¡triste desgracia!
Y van, con la más pura democracia,
A nombrar nuevo rey los animales.
Las propagandas hubo electorales,
prometieron la mar los oradores, y
(.) aquí tenéis algunos electores:
aunque parézcales a ustedes bobo
las ovejas votaron por el lobo;
(.) por el gato votaron los ratones;
(.) por la zorra votaron las gallinas;
(.) los peces, que sucumben por su boca,
eligieron gustosos a la foca;
el caballo y el perro, no os asombre,
votaron por el hombre,
(.) Dime ¿no haces lo mismo cuando votas?".
Antonio Saborit atribuye este fabu-poema a Guillermo Aguirre y Fierro, autor del "Brindis del Bohemio". Y si de moralejas se trata, pues lo traduzco al tontol para que a nadie escape el síndrome de golpeado que ataca al votante nacional cuando llega a la urna: el cazado elige a su depredador. ¡¡¡Zas!!!
Pescado vota por pescador, pecador por inquisidor, torturado por ejecutor. Su Adelita empezó a temblar.
De hecho, amen de que me denuncien, confieso que el último jalón de oreja, o de cogote para ser exacta, que tuve a bien ejecutar contra alguno de mis canitos no provocó consecuencia alguna, como anota bien el poeta Aguirre.
Enriqueta -en ese entonces su padre aún no la arrancaba de mis manos- tuvo a muy mal robar un aretito cuyo costo aún sufragaba a benditos meses sin intereses en la tarjeta de crédito. Orgullosa de su obra, la infeliz perrita se apersonó en mi recámara con tremenda mascadera y sonadera en la boca. Se notaba tan contenta que casi ni me atrevo a levantarle el belfo, extasiada ante el relámpago de alegría. Aún así, y por su salud, pensé -"qué tal que robó una grapa o corcholata"-, la tomé del hocico, abrí con fuerza y observé.
Las piernas se me ablandaron, querido lector. En las profundidades de su garganta brillaba lejana la hojita de oro, con todo y su microdiamante, de mi más reciente compra compulsiva de joyas marca Josefina siempre tan fina. Ajá. La Queta, tan coqueta, degustaba mi arete carísimo do-Brasil y yo, sin pensar en la móndriga perra, enterré el puño en lo más hondo de su hocico y rescaté la masticada alhaja. Una vez con el tesoro en mano, procedí al zarandeo, perreo y vituperio de rigor para aterrar a la ratera. Y sí. Huyó despavorida, aulló, me acusó con Otilia y me chantajeó lo suficiente como para que la perdonara en tres segundos. A pesar de ello, fingí. Respingué y arrogante voltee. No le hago el cuento, y mucho menos la fábula, largo. Enriqueta, estoica y arriesgada, volvió a mi recámara con la cabeza muy gacha. Se desvaneció a mis pies y, de ahí, no se movió. Su mirada ladraba: "Pégame, mamá, pero no me ignores".
La pobre canita maltratada se arrastraba para ser ¡¿perdonada?!
Uhm, uhm: lo escribo Adelita para que me oigas votante.
El perro es tan fiel que no juzga nunca la calidad moral de su amo. Quiera hasta a la más fea. Bendito el que tiene perro porque en el amor canino no hay asomo de desengaño. Su Adelita lo ha escrito hasta al cansancio: el perro no miente, el perro no es pérfido, el perro no es "perro" y, por desgracia, el hombre no es perro.
Pero, ¡ohhh, dichosa democracia! Que la desgracia se convierta en gracia: si uno no ladra, no rebuznemos cuando de votar se trate. He ahí la única ventaja de no ser perros, cuatro patas o corderos que "aunque parézcales a ustedes bobo. votaron por el lobo". Colorín, colorado. la fábula ha acabado.
El Universal