Un Perro en los Pinos
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Con estricto honor a la verdad, mi mente infantil siempre pensó que el Presidente, fuera quien fuera ese individuo, era perro o al menos tenía cara de perro.
Entre mis juegos de niña jamás me topé con que para ganar o para avanzar alguna casilla en el tablero de CandyLand tuviera que invocar al Presidente. O sea que la palabreja era un concepto etéreo. En mi subconsciente, el personaje en cuestión tendría que ser el hombre más rico y poderoso de México, pues todo mundo le rendía pleitesía y, al parecer, el Presidente siempre tenía razón, y si no, la imponía.
Me enteré de la existencia del Presidente de manera abrupta y terrorífica. De esas veces que uno no entiende nada, pero sabe que toda va mal. Mi padre estaba desencajado. Sacudía la cabeza de un lado al otro, convulso, poseído y perfectamente enajenado.
Mi padre era bebedor. Mucho. Whiskey con agua las tardes de lluvia, tequila Herradura Blanco en el verano, Frank Sinatra de fondo y horas infinitas contemplando una consola enorme en la que los discos repetían una misma canción: "its the last dance, we've come to the last dance, they're dimming the lights down". Mi papá entonces se ahogaba en una melancolía espasmódica o tomaba el pasillo de recepción de la casita de Himalaya, y, vestido con trusas blancas Rimbros y camiseta con cuello en v, cantaba a doble pulmón mejor que el mismo "Frankie Boy".
Sus amigos lo adoraban. Agudo, divertido, mordaz. Le animaban a cantar hasta que, al correr de las horas y de las copas, se perdía su voz y su cuerpo en algún sillón.
El día en que supe todo del Presidente, la información se precipitó como avalancha. Los cimientos de la pequeña casa de las Lomas estaban a punto de ceder ante los gritos de mi padre convulso. "Pendejo". Sí, fabuler@s. Como lo escribo: si usted rasca en mi desvencijada memoria el adjetivo adecuado con el que recuerdo al Presidente es "¡pendejo!". "¡pendejote!". "¡animal!". Ajá.
-"¡Un perro!, ¡¡carajo!!", aullaba, aquella mañana, en una agonía peor que cruda etílica mi padre.
Resulta que era día de asueto. Los temibles días de informe presidencial, en los que mi madre nos disfrazaba con vestidos largos bordados en la parte del pecho, calcetas blancas hasta las rodillas y zapatitos negros de charol. Había que acomodarse en la sala. Escuchar el monólogo más largo del mundo.
Observar como los invitados se rascaban la nariz, se sobaban la barbilla, asentían y hasta aplaudían ante frases que, por lo menos a mí, me sonaban ridículas. "Ya nos saquearon, no nos volverán a saquear". El orador era el mismísimo José López Portillo, y a partir de ese día, perro andaluz, a decir de mi padre. Se trataba de un hombranazo de un metro 80 de altura, delgado, atlético, con un donaire de conquistador (y me refiero al ¡olé! y ¡qué viva Hidalgo!) y meses antes tuvo la ocurrencia o locura del ocaso del poder, de devaluar el peso. Ahí, fue cuando salió del clóset y se dijo perro: "Defenderé al peso como un perro".
Ahora a la distancia pienso que perro chihuahueño porque no le rasguñó ni un penny al mentado dólar.
Pero regreso al día en que en mi hogar, aquel Presidente, el que decía que su familia era una típica familia mexicana, terminó con el mito genial de los superpresidentes. Nacionalizó la banca, devaluó el peso y, por lo que entiendo, devaluó la Presidencia como ningún otro. Ya más grande supe que le llamaban Jolopo -a mí me sonaba eso como un tejón o una ratota de cuatro patas-, el perro de la colina y décadas después el esposo de la fichera de ficheras: doña Sasha Montenegro.
Ese fue, en mi memoria, el primer perro que habitó los Pinos, en sentido figurado, claro, y no lo dije yo, sino el aludido. Ya cuando terminó el martirio de Jolopo, la furia del empresariado y la pésima administración de la abundancia, cobraron forma en mi mente las campañas. Primero, porque mi madre era reportera y cubrió entera la de Miguel de la Madrid. De hecho casi muere de peritonitis a media elección. Segundo, porque a las tres hermanas "adelinas" nos fascinaba un jingle que se repetía sin cesar en la tv: "Miguel de la Madrid para Presidenteeee.", cantaba una voz, que ya no sé bien a bien si era varonil, pero nosotras rematábamos con ". y Joel Rocha como su sirvienteee". Cuando se la gritoteábamos a mi papá introducíamos un leve cambio: JR como su siguiente. Él nos festinaba y se derretía junto a los hielos de su Black Label.
Cuando de la Madrid tomó posesión, las cosas mejoraron. Se instaló un lobo y ya no un perro cualquiera en Los Pinos. Su hijo Federico, que en ese entonces tendría 15 o 16 años, llevó consigo a un magnífico pastor alemán que duró el sexenio entero. Luego invitó a sus aposentos a dos rottweilers más fieros que el mismísimo Estado Mayor Presidencial, porque nadie podía ingresar a la habitación del muchacho una vez que él apagaba la luz. Hoy día, y ya lejos de la casa presidencial, tiene 14 perros.
De Carlos Salinas, su Adelita confiesa, desconoce todo sobre sus perros, pero no duda que fueran de lo más ladrones. Puro wuaf wuaf, señores, porque el sexenio se va a acabar. Por lo que toca al actual can presidencial, su Adelita reconoce que el bellísimo golden retriever se mantuvo muy discreto y calladito a lo largo de estos seis años. En estos días del fin del fin decidió desfilar trompa, cola y rubia cabellera durante una reciente conferencia de prensa junto a su amo Felipe Calderón. Los fotógrafos agradecieron que esta vez fuera un bello perro el que robara cámara.
Su Adelita ha realizado minuciosas indagatorias sobre la perrada que está por tomar próximamente Los Pinos. El asunto parece secreto de Estado. Pero de que llegan en diciembre nuevos canes, llegan. No son 132, pero al menos dos york shire terrier, un shitsu y un chihuahua. De las niñas, dicen. Chiquitos.
Bonitos. De esos canitos que a la que escribe como que no le emocionan. Los chiqui-perros me dan empalago y melcocha. Pero, eso si, son el tipo de perro que levanta los "¡ahhhh!" y los "¡ohhhh!", "ternuritasss" de quienes gustan de finales de telenovela.