Sangre pesada
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¿Cómo entender la metáfora de la conexión entre ser un descastado y la densidad hemática?
La tolerancia, aseguran los entendidos, es uno de los atributos deseables en cualquier persona, pues sólo a través de la multiplicación de esta virtud será posible construir un mundo más habitable para todos.
El inmenso novelista galo Víctor Hugo lo dejó por escrito con una economía de lenguaje digna de mención: "la tolerancia es la mejor religión", dijo, y habríamos de suscribirnos sin duda a su planteamiento.
Porque mostrar tolerancia hacia los demás constituye el primer paso para la resolución de cualquier controversia, para la construcción de un ambiente propicio para el diálogo, para la discusión de las diferencias con ánimo conciliador, para construir los puentes del entendimiento.
Ninguna persona cuerda puede abjurar de la tolerancia o despreciarle como instrumento civilizatorio. Se trata, a no dudarlo, de la herramienta privilegiada mediante la cual las naturales diferencias entre los seres humanos pueden alcanzar el equilibrio indispensable para mantener el universo en paz.
Por desgracia, son legión aquellos que se instalan cómodamente en el extremo opuesto del argumento anterior y, además, no tienen la menor intención de considerar la posibilidad de que existan posiciones distintas a las suyas y, mucho menos, que tales posiciones puedan ser válidas.
La empatía no es lo suyo y lo peor de todo es que ni siquiera les importa. Lo suyo es la defensa a ultranza de sus posiciones y la ignorancia sistemática de todo argumento distinto.
Su coeficiente de flexibilidad -para poner el asunto en términos físicos- es el cero absoluto, si acaso es posible realizar tal afirmación. No están dispuestos a moverse un ápice de la posición que han jurado defender y no existe la posibilidad de que siquiera lo discutan.
Tal posición obliga, de manera natural, a endilgarles una serie de calificativos que portan con absoluta dignidad: arrogantes, soberbios, altaneros, petulantes, presuntuosos, insolentes, altivos...
No les preocupa en lo más mínimo. ¿Por qué? Entre otras cosas, porque su posición implica no necesitar de nadie más para vivir, sino más bien al revés: la humanidad requiere de personas como ellos para cobrar sentido, para tener un propósito.
Pero entre todos los epítetos enderezados en contra de los seres aquí descritos existe uno que a este columnista le llama poderosamente la atención -particularmente a partir de una anécdota que mi abogado de cabecera, el maestro Sergio Díaz, me contó en la semana-: "tiene la sangre pesada".
¿Cómo se llegó a la conclusión de que el torrente sanguíneo de una persona arrogante posee un peso específico mayor al de las personas a quienes calificamos de "buena onda"?
No logro entender la metáfora ni alcanzo a visualizar la conexión entre ser un descastado y la densidad hemática. Menos aún puedo comprender cómo, a partir de una simple inspección visual, podría uno determinar que el nivel de colesterol y triglicéridos en la sangre de un individuo ha logrado afectar su comportamiento cotidiano.
Porque, a fuerza de ser justos, es necesario decir que si los miembros de un grupo social son mayoritariamente simpáticos, esos son los pasaditos de peso aún cuando, por regla general, quienes poseen una mayor volumetría, sin duda alguna tiene la sangre más densa.
En sentido contrario, los flacos deberían ser entonces la mar de simpáticos... Y todos conocemos no uno, sino un ejército de esmirriados sanababiches a quienes no toleran ni siquiera las autoras de sus días.
La invectiva pues, me parece una tautología, un contrasentido, una contradicción que, curiosamente, nadie parece notar, pues la frase es repetida sin vacilación ante la presencia de todo individuo indeseable: "¡Fulanito! ¡Ufff! Vaya que tiene la sangre pesada...".
Lo confieso: también he formulado la acusación, a falta de una mejor expresión para caracterizar a cuanto engreído vanidoso me ha tocado en suerte soportar... Claro: después de que el individuo en cuestión se dedicó a destruir concienzudamente mis reservas de tolerancia. Porque uno trata de no cruzar la frontera, de mantenerse en el territorio del virtuosismo, de no ceder a la tentación de entregarse al lado oscuro de la fuerza.
Pero les decía: en la semana, don Sergio Díaz ofreció a este columnista una pista que podría arrojar luz sobre las tinieblas que envuelven el origen de la expresión "tiene la sangre pesada".
-Conocí un tipo -me contó don Sergio- que de verdad tenía la sangre pesada. ¿Por qué lo digo? Pues porque, además de caerle mal a todo mundo, un día enfermó una tía suya, la internaron en el hospital y hubo necesidad de operarla.
Como en toda intervención quirúrgica, se requirieron donantes de sangre, uno de los cuales fue nuestro personaje. Le extrajeron el líquido vital, le hicieron los análisis de rigor y todo resultó normal.
-Pues sí: nomás que en cuanto le pusieron la sangre a la tía, ¡se murió!... Nadie tuvo dudas al momento de explicar el fenómeno: es que tenía la sangre pesada...
¡Feliz fin de semana!
carredondo@vanguardia.com.mx
@sibaja3