Una boda de pueblo

Opinión
/ 2 octubre 2015

A Gloria Dávila y Lourdes Sánchez

Una de la mañana. Pinos y encinos a los costados de la carretera. Estamos en Jamé, pueblo de naranjas, manzanas y ciruelos. A esa hora vamos a una boda a Escobedo, era un compromiso de Carlos, tenía que llegar.

Finalmente vamos varios. Llegamos. Autos y trocas apiñados, el sonido de la cumbia es intenso. Avanzamos entre hierbas y polvo. Aquello era, como decimos por acá: "un gentío de gente". Todo el pueblo estaba allí.

Y pensar que por la tarde estábamos con Gloria, en una reunión de amigos a un lado de un gran rosal blanco, que habíamos caminado una de las elevaciones de la Sierra de Zapalinamé. Que había sido una tarde donde alguien daba algunos de los ingredientes de su receta para hacer salsa de habanero. Que las conversaciones se extendían sobre la mesa como la generosidad de las manzanas recién cortadas, pan con piloncillo y elotes que acabábamos de comprar sobre la carretera, a tres pesos cada uno. Que Lourdes nos llevó a la huerta de sus padres, El Gallo, donde unos colibríes volaban a centímetros de nosotros; donde cortamos tomates, ajo, y chile orgánicos.

Pero ya es la una de la mañana. Es un lujo esta boda, nada canciones grabadas, es música en vivo sobre un escenario elevado a dos metros. El cuello de las camisas blancas de los músicos sobresalen como triángulos alargados sobre sus trajes negros. La pista de baile instalada en plena tierra; caminas y se siente más fino que tocar el polvo. En el centro de ella se encuentra un alto poste de madera donde se amarra a los caballos para "darles rienda". Ahora es momento de gente, no de caballos. Allí bailan los novios. Él es esbelto, su traje es hermoso, negro con vistas blancas. En su espalda se abre una v blanca como una paloma con las alas abiertas. Su sombrero negro es de corte fino. Ella va en un vestido color perla, de la cintura hacia abajo la tela tiene pliegues, como un pastel decorado. Ella es robusta y de rostro sonrojado. Su cabellera luce rayos dorados y lleva una diadema con un moño. Lleva un suéter encima.

Las mesas están colocadas debajo de un armazón de madera recubierta con lámina. Como fondo, dos paredes de adobe. Los platos de asado de puerco descansan ya vacíos. El rayo láser desplaza su luz verde por la pista de baile, encima de los rostros de los comensales y también por todo ese montón de quienes no alcanzaron mesa. Uno de nuestros amigos me invita a bailar. No me dicen dos veces. Bailamos entre el polvo.

Cuando llega el momento, se hace el baile típico en el que se colocan billetes en las ropas de los novios. Mi amigo, generoso, me da cien pesos para bailar con el novio. Me acerco, le entrego el billete pues no llevo alfileres para prenderlo de su saco. Es hábil, casi vuela. Llega otra chica. Yo, sin muchas ganas de dejar a ese bailarín, pregunto que dónde está el billete pues no lo veo; en sus manos lleva dos monedas de diez pesos, y sin muchas ganas, le cedo al novio. La novia, igual, recibe billetes y monedas. Terminada la pieza, inicia una cumbia salsera poderosa. La gente se abalanza sobre la pista. Sombreros anchos, gorras deportivas, peinados elaborados, bigotes en sus diferentes geometrías. Niños bailando. Ese ritmo humano es un círculo con vida que se desplaza alrededor del poste. Pienso en Piporro. Nuestro grupo se suma al baile, también zapateamos. Una nube ambarina se eleva hasta cubrir todos los cuerpos. Hay 22 pasteles con sus betunes blanco y azul, a diferentes alturas, en bases metálicas como ruedas de la fortuna inmóviles. Nos perdemos en el baile. Esto es una belleza. claudiadesierto@gmail.com

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