Enófilos

Opinión
/ 2 octubre 2015

El vino que más te gusta es el vino que más te gusta. Pero no necesariamente es el mejor

Comparto con varios buenos amigos el gusto por la degustación del vino. Extraordinario placer el de paladear los jugos fermentados del fruto de las vides. Uno entiende a través de este ejercicio que, en efecto, no sólo de pan puede vivir el hombre: el vino es indispensable.

Una precisión para no generar falsas expectativas en la concurrencia: no me asumo como un conocedor, ni como un especialista, mucho menos como un experto en eso de las variedades, cosechas, mezclas, regiones, recetas enológicas, casas vinícolas y la miríada de elementos ubicados alrededor de la magia del vino. Puedo dar fe únicamente del gusto por esa bebida milenaria entregada a la humanidad en un acto de suprema generosidad de los dioses.

Experto, lo que se dice experto, el académico don Víctor Sánchez, quien entre sus objetos de estudio cuenta a ese brebaje que, según la calificada opinión de don Dante Alighieri, "siembra poesía en los corazones".

Don Víctor es un gambusino de las vinaterías y siempre que nos reunimos tiene un dato nuevo, un descubrimiento importante, un apunte relevante acerca de tal región vinícola del planeta, de una etiqueta improbable, de una rara botella cuya degustación resulta necesaria...

Es él quien despeja dudas, zanja discusiones, arroja luz sobre las tinieblas de nuestra vasta, cuanto justificada ignorancia: en este mundo se producen tantos y tan variados vinos que constituye una empresa imposible acceder a su conocimiento.

O al menos por lo que acá, a su charro negro respecta, una cosa está muy clara: ya no me alcanza el tiempo para intentar la hazaña y por ello he decidido conformarme con dos cosas: disfrutar de cuanto caldo se encuentre al alcance y limitarme a conocer e intentar comprender lo básico.

Además, los defectos de fabricación con los cuales se me trajo al mundo le agregan al asunto capas de dificultad imposibles de superar. Soy incapaz, por ejemplo, de distinguir la mar de aromas que, cual espíritus ansiosos de libertad, escapan de la prisión de la botella para vapulear nuestras papilas y traernos recuerdos, despertarnos sensaciones y provocarnos las más diversas reacciones.

Mi paladar, por otra parte, sólo cuenta con capacidad para detectar los sabores básicos: dulce, amargo, salado, ácido y algunas combinaciones elementales de estos... pero el vino exige mucho, muchísimo más: en combinación con el olfato, las posibilidades se vuelven, como los colores, infinitas.

Para fortuna de los neófitos e incapaces, un alma caritativa acuñó una frase que constituye una suerte de amparo universal en contra de la ignorancia enológica: "el mejor vino es el que más te gusta".

Uno se la aprende y la carga siempre consigo, pues constituye una llave maestra para salir de cualquier atolladero... ¡Hasta que se topa uno de manos a boca con el antídoto!

Merced a la generosa anfitrionía de mi querido amigo Borsalino González, de quien ya les he hablado en otras ocasiones, doña Cyntia y su servidor tuvimos la oportunidad de realizar un recorrido por una de las mejores casas vinícolas de México: Torres Alegre.

Extraordinarios vinos produce esa familia ensenadense cuya cabeza, el doctor Víctor Torres Alegre, es uno de los más importantes enólogos nacionales: blancos y rojos son preparados con un esmero y dedicación excepcionales.

Uno de los jóvenes integrantes de la familia, Leonardo, fue nuestro guía en ocasión de la visita y en algún momento de la charla se requirió la frasecita que no dudé en utilizar: "pues como suele decirse: el mejor vino es el que más te gusta", dije con esa suficiencia que sólo puede extraerse de la ignorancia.

-Pues no -atajó sin piedad el joven Leonardo, quien procedió enseguida a costalearme-: el vino que más te gusta es el vino que más te gusta. Pero no necesariamente es el mejor.

Ya luego vino una prolija explicación respecto de la diferencia -no trivial, no irrelevante- entre un vino que te gusta y un buen vino; entre un vino que te gusta y el mejor vino. Pero no voy a aburrirlos con ese cuento.

El asunto es que, como parte de la disertación, don Leonardo me compensó con una frase igualmente útil a la hora de convivir con auténticos conocedores. Los vinos no solamente saben a cosas, se nos explicó: también pueden saber a lugares, a situaciones, a onomásticos...

-Un amigo, por ejemplo -puntualizó Leonardo- dijo el otro día que un vino le sabía a Navidad...

¡Extraordinario!, pensé al instante: así ya no queda uno mal cuando, frente a expertos en el tema, debe decir a qué le sabe el vino con el cual recién ha sido presentado.

Con la autoridad que confiere esta nueva regla, uno puede agitar la copa, realizar un larga aspiración y, tras probar un pequeño sorbo, espetar al público presente: "mmmm... me sabe a declaración de impuestos", a "inauguración de temporada de los Saraperos" o a "fiesta del Santo Cristo"...

¡Feliz fin de semana!

carredondo@vanguardia.com.mx

Twitter: @sibaja3

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