Banksy

Opinión
/ 2 octubre 2015

La primera vez que vi una obra de Banksy fue en una librería de Londres: las paredes estaban llenas de libros puestos de frente para que los clientes vieran las portadas, y me llamó la atención la que mostraba el graffiti de un chico que, en una manifestación callejera, arrojaba algo a los policías que se adivinaban enfrente. 

Sólo que no se trata de una bomba molotov, sino de un ramo de flores.

Me gustó no sólo la estética, sino lo que da a entender. Quienes tienen el poder han terminado por perder tanto la conexión con las personas de a pie, que la belleza y la humanidad ya les resultan ajenas.

Compré el libro, y en el tren de regreso a Maastricht pasé la mitad del tiempo riendo, y la otra mitad sorprendido con la creatividad e ideas que "Wall and Piece" documenta: policías besándose con pasión, helicópteros de combate que usan moño, y cajeros automáticos atacando a niñas.

Desde entonces pongo atención a las reproducciones que encuentro de sus graffitis, algunas en lugares obvios pero otras en insospechados. El verano pasado, para no ir más lejos, encontré en San Sebastián "banksys" piratas en camisas en una tienda chic y en patinetas en una tienda surfer. En Bilbao, en cambio, los encontré en tazas, además del engendro que hasta ahora gana el premio al Desfiguro Más Grande de Una Obra de Banksy: la niña que en el original está a punto de saltar el muro que divide a Israel de Palestina, gracias a los globos que lleva en la mano, se convirtió afuera de una farmacia en una "escultura" de metal, que en vez de globos tiene... un termómetro gigante.

Banksy, como puede verse, se ha convertido en un fenómeno pop. ¿Otro ejemplo? Hace un par de semanas anunció que pasaría un mes haciendo arte callejero en Nueva York, y desde entonces todo tipo de televisiones y periódicos siguen sus andanzas.

¿Por qué causa tanto furor? Hay varias razones.

(1) Se desconoce su identidad, y por tanto no se sabe a qué equipo de futbol le va, con quién sale, ni qué música le gusta; en otras palabras, su faceta artística no está contaminada por la persona. Si nos gustan sus graffitis (o no) es por ellos mismos, no por el partido al que vota su autor.

(2) Más que atormentado por su éxito, parece divertido. En vez de lamentarse por el interés de los coleccionistas, o de envanecerse porque se hayan llegado a cortar trozos de muro para vender el graffiti que hizo en ellos, estos fenómenos le sirven como combustible para su ironía.

(3) Lo mismo ocurre con las críticas de otros graffiteros, que lo acusan de haberse vendido. ¿Que Banksy se ha convertido en un artista cuyas obras valen miles de euros? Hace unos días montó un tinglado en Nueva York donde se vendían originales suyos. En vez de un a chico cool, puso como vendedor a un hombre mayor vestido con ropa anodina, que en todo el día despachó tan sólo ocho originales, por un total de cuatrocientos veinte euros. Buena cura de humildad... para los otros graffiteros.

(4) Lo que hace Banksy puede ser popular y apreciado, pero sigue siendo (en su mayor parte) ilegal. Cada vez que sale a hacer un graffiti corre el riesgo no sólo de que la policía lo detenga, sino de que su identidad se conozca: un trofeo por el que compite media docena de tabloides. Y a pesar de todo continúa.

(5) Pero nada de lo anterior sería relevante si no fuera por la calidad de sus obras. Banksy ha mostrado que un graffiti puede ser tan agudo e inteligente como una pintura, una escultura o un texto. El corolario es que, si la inmensa mayoría de las veces los graffitis se limitan a ser caricaturas, es por culpa de los "artistas" -no del medio.

A ello se añade que sus graffitis frecuentemente emplean elementos del entorno. Banksy transforma el paisaje dándole un nuevo sentido a algo que ya estaba ahí, pero cuyas posibilidades no veíamos. @luisalfredops / librosllamanlibros.com

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