La policía y las protestas sociales

Opinión
/ 2 octubre 2015

Los gobiernos de la postrevolución hicieron de las policías instrumentos de control social; el enunciado de una corporación para proteger y servir resultaba un sarcasmo; son muchas las historias sobre los abusos y crímenes cometidos por los jefes y comandantes policiacos, algunos tan tristemente célebres como Arturo Durazo, El Negro, llevado a un generalato de opereta por el presidente José López Portillo o Francisco Sahagún Baca, titular de la temible Dirección de Investigación para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), responsable de los muertos del río Tula. La violencia y el proceder de los jefes se replicaba en todos los estamentos de sus corporaciones.

Hasta 1968, las protestas sociales enfrentaban los toletes, los gases lacrimógenos o algo peor: la cárcel, las bayonetas o las balas, así lo aprendieron ferrocarrileros, maestros, médicos y estudiantes.

Luis Echeverría intentó lavarse la cara con la apertura democrática y un discurso progresista, pero su afán por revertir la imagen autoritaria del diazordacismo, sucumbió el Jueves de Corpus de 1971 cuando Los Halcones —un grupo paramilitar entrenado para reprimir las protestas sociales—, descargó su furia sobre los estudiantes, muchos murieron.

En los años recientes, con el estancamiento económico y sus saldos empobrecedores, el escenario se ha complejizado; en distintas regiones del país irrumpe la violencia de los pueblos, legítima en muchos casos, como la de Cherán, en Michoacán, cuyos pobladores defienden lo poco que les queda: los bosques y, más allá, su forma de vida. Las denuncias ante las autoridades por la depredación realizada por bandas de talamontes, encontró oídos sordos, por eso decidieron actuar en defensa propia.

En otros casos, las comunidades enfrentan las arremetidas de la modernidad con proyectos que, aunque presuntamente benéficos, suelen portar pingües negocios para sus promotores, pero dejan daños irreparables al medio ambiente. Como ha ocurrido desde siempre, el mal gobierno es el mayor disparador de la inconformidad social.

Pero no toda la protesta social se justifica, está también el vandalismo y la extorsión disfrazadas de demandas legítimas, los casos más notorios son los protagonizados por los integrantes de la CNTE en Oaxaca, Guerrero y Michoacán: el asalto a oficinas públicas, la quema de vehículos, el secuestro de funcionarios y otros excesos, que encuentran como respuesta de la autoridad, la mansedumbre Y está también la violencia sin sentido que generan los llamados anarquistas, jóvenes lumpen, con un enorme resentimiento social que, en un ejercicio gozoso, pintarrajean y rompen lo que encuentran a la mano; su violencia responde, con frecuencia, a la violencia institucional que por décadas han impuesto gobiernos de distintos signos.

Lo cierto es que la actuación policial en nuestro país va del pasmo y la inacción al abuso de la fuerza, la intervención excesiva, torpe, aderezada por la escasa profesionalización de los cuerpos policiacos. Acentúan el descrédito de las corporaciones policiales las evidencias de la participación de sus miembros en secuestros, extorsiones y otros delitos mayores.

Es imperativo recuperar a la policía como una institución legítima, pero ello exige dotar a sus integrantes de los ingresos, las prestaciones y la formación que les permitan recuperar su autoestima y la confianza de la ciudadanía. En un país democrático no tienen lugar ni policías golpeados salvajemente, como ocurrió el 21 de mayo en San Bartolo Ameyalco, ni ciudadanos abusados por estos aparatos del poder.

@alfonsozarate




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