La certeza de no saber

Opinión
/ 2 octubre 2015

Atrás de toda iniciativa pública hay una alta dosis de incertidumbre. Ningún funcionario o político puede preveer con exactitud las consecuencias de la propuestas que impulsa. A lo mucho, el gobernante comienza con una hipótesis plausible importada de otro sitio, otra realidad u otro tiempo. Si hacemos X, obtendremos el beneficio Y, nos dicen muy ufanos. Pasa, sin embargo, que a veces Y no llega, o llega tarde, o viene acompañada de Z. Tal resultado no es solo consecuencia de ineptitud o corrupción, sino de una regla casi universal: La problemática pública es compleja.

La falta de certeza que rodea a quien intenta hacer política pública es canija. Por un lado, tiende a desactivar al funcionario. Muchas ideas ambiciosas e innovadoras se pudren en el cajón, esperando a que el funcionario en turno contenga sus dudas. Por el otro, la incertidumbre facilita el encumbramiento de políticos dispuestos a apostar todo sin traer nada en la baraja. Ahí aparecen, antes de cada elección, vendiendo espejitos. Se juegan su carrera y nuestro destino esperando golpes de suerte. Moneda con dos caras es la incertidumbre: Frecuentemente convierte al político que promete –aún al que promete de buena fe– en el gobernante que no cumple.

El funcionario/político, cuando es medianamente hábil, descubre que su oficio tiene mucho de arte. Aprende, por ejemplo, que nuestra democracia no premia su cautela. Por eso, quizá, tiende tan frecuentemente a sobreestimar los beneficios y subestimar los costos de sus propuestas. Su trabajo consiste en montar una gran puesta en escena. Según nos dice en cada entrevista de banqueta, la política X te hará feliz, curará el cáncer, eliminará la pobreza, y nos lanzará al primer mundo. La política X se pagará sola, sin recurrir ni a deuda ni a nuevos impuestos. No nos miente por tonto, sino por listo. Entiende que solo alimentando nuestros sueños y enterrando nuestros miedos puede hacer avanzar sus propuestas. Lo anterior no es absolutamente malo. A lo mejor la política X sí puede, en el margen, dejar un saldo positivo. El problema es que el método convierte gradualmente a los crédulos en cínicos. Vaya forma de construir ciudadanía.

Va una alternativa. Demos a la incertidumbre el respeto que se merece. Si no sabemos cual es el efecto real de una política, apliquémosla solo condicionalmente. Escucho, por ejemplo, a funcionarios decir que la reforma X bajará los precios de Y. Sin embargo, no escucho a nadie decir, si los precios de Y no bajan, cancelaremos la reforma X. El orden de los factores sí altera el resultado. Quizá si nuestros gobernantes se arriesgaran a bajarse de su pedestal, y reconocieran que hay cosas que no saben con certeza, los ciudadanos estaríamos más dispuestos a compartir con ellos parte del riesgo.

En este tiempo de elecciones, volvemos a discutir el futuro como una gran competencia de todo o nada. Si gana el PRI, aceleramos las reformas de Peña. Si gana Morena, las echamos para atrás. No he escuchado a ningún candidato al Congreso decir que fijará su postura respecto a la reforma energética o educativa, en base los resultados que estas arrojen. No escucho a ningún candidato poniendo en la mesa parámetros y plazos razonables para hacer una evaluación justa.

Quizá necesitamos aprender a convivir de forma distinta con la incertidumbre que acompaña al ejercicio de lo público. A lo mejor es preciso aprender a perdonar –quizá incluso a celebrar– algunos fracasos gubernamentales. No me refiero perdonar a los corruptos o aplaudir a los ineptos. Me refiero más bien a que ni el funcionario público ni el político tiene pocos incentivos para reconocer que algo que intentó no rindió los frutos esperados. El precio que paga por su fracaso es tan alto que en lugar de corregir el rumbo, esconde la evidencia bajo del tapete y sigue ufano como si nada. En el mejor de los casos, nos obliga a esperar hasta la próxima elección para intentar algo distinto.

Ante tanta problemática compleja que aqueja al País, tiene más sentido hacer muchos experimentos pequeños que ir con todo en una sola gran apuesta. Por eso me parece un tanto extraño que el funcionario público (y el aspirante a funcionario público) se parezca más a un niño héroe envuelto en su bandera que a un emprendedor intentando siempre cosas nuevas. En lugar de políticos que escupen dogmas, necesitamos gente dispuesta a desarrollar prototipos e impulsar experimentos. Al final, gobierna mejor un curioso que abraza lo que no sabe que un charlatán que nos jura ser adivino.

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