La otra vida de Dorian Gray
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Quizá uno nunca se muestra tan natural
como cuando representa un papel
Oscar Wilde
Toda obra es superficie y símbolo, escribe Oscar Wilde en el Prefacio de su novela El Retrato de Dorian Gray (1890-91). Si nos atenemos a esta sentencia semiótica, la obra de Wilde âcomo todas- ofrece muchas posibilidades de interpretación.
En la superficie, esta novela parece una historia didáctica y moralizante: el mal obtiene siempre su merecido. Dorian Gray se convierte en un depravado, lanza a la ignominia a más de cuatro, comete un asesinato, empuja a otros al suicidio. Y termina siendo víctima de su propia perversidad. Esto sucede a las personas que se portan mal: ésa podría ser su moraleja.
Pero la novela es mucho más que eso. La novela y todas las obras de Wilde son mucho más que un sencillo catálogo de moralidades y un puñado de lecciones de didáctica y de ética. De hecho, podría decirse que los dramas, los poemas, los ensayos, las narraciones de Oscar son obras enmascaradas, aunque no amordazadas. Si no fue -como Kafka, Proust y Joyce- un revolucionario de la literatura narrativa de entresiglos, sí fue, en cambio, un atractivo elaborador de ambiguas metáforas.
Decadentes, esteticistas y desfallecientes metáforas, cierto, pero muy interesantes desde el punto de vista psicológico, social y por momentos estético. El Retrato de Dorian Gray fue considerado inmoral desde su aparición y en su época no podía ser de otra manera: el libro es casi abiertamente gay en un momento en que tal osadía resultaba impensable y en una etapa de la vida de Wilde en que el triunfo había exaltado su talento pero también su humana vanidad.
Muchas características son destacables en esta novela que parece más un autorretrato sin dejar de ser un relato. Dejando de lado el melodramatismo, la afectación estilística de algunos pasajes y la accidentada construcción de la historia, varios rasgos llaman la atención: los epigramas, el conocimiento que de la sociedad en que vivía revela Wilde, su obvia información hermética, la evidente doble vida que llevaba, desafiando el peligro que corría en medio de una sociedad cuya mojigatería no dejaba de ridiculizar.
Desde el advenimiento de la poesía Beat, la Psicodelia y el Pop ya casi no es posible epatar a la burguesía como en su momento lo hizo Oscar, descontando el hecho de que las dos últimas corrientes son más producto de la mercadotecnia que otra cosa. Wilde supo muy pronto que la publicidad era un recurso que debía utilizar para sobrevivir y lo hizo con maestría. Hoy cualquier pseudo excéntrico pretende ser artista. Oscar Wilde lo fue, pero su excentricidad era real, no sólo un mezquino ardid: él hizo de la ex/centicidad el centro.
Y se arriesgó de verdad bunburyzando su vida. Dorian Gray y John Worthing, el protagonista de La importancia de llamarse Ernesto, viven, como Wilde, una vida doble: son hombres que se conducen normalmente entre sus congéneres, pero también frecuentan ámbitos distintos. Marcel Proust y otros hacían ây hacen- lo mismo. Digamos que durante el día eran como los otros, exceptuando su refinada elegancia, pero durante la noche se convertían en flores del mal. Encarnaciones del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, quizá.
Él mismo âescribe Wilde en El Retrato- no podía por menos de asombrarse ante su propia calma y, por unos momentos, sintió intensamente el terrible júbilo de quien lleva con éxito una doble vida. (Alianza, Trad. J. L. López Muñoz, 2012). Dorian Gray acaba de asesinar a su amigo, el pintor Basil Hallward, que había hecho su retrato años atrás; pidió a Alan Campbell, un antiguo conocido dedicado a la química, que se deshiciera del cadáver Y esa misma noche asiste elegantemente vestido, y tan bello como siempre, a una exclusiva cena en la mansión de lady Narborough.
Evidentemente, Oscar jamás cometió un asesinato en su vida âera demasiado bueno y generoso para ello-, pero se dejó arrastrar por Bunbury hasta casi descuidar a Constance, su esposa, y a Vyvyan y a Cyril, sus dos pequeños hijos. El padre amoroso y el gentil marido daban paso al ardiente fauno que acudía presuroso al llamado de la jungla, imposible de resistir. Proust frecuentaba un burdel para hombres equipado con algunos de los muebles que sus padres le habían heredado Lo que Marcel dice de Jupien en En busca del tiempo perdido es atribuible a él mismo.
Lord Henry Wotton y Oscar Wilde son la misma persona, aunque los chispeantes epigramas y aforismos que salen de su boca seguramente dejaban fríos a los especímenes que conocían en la oscuridad de la otra vida, la de Bunbury. Pero ¿quiénes estamos hechos verdaderamente de una sola pieza? Ay, si todos arrastramos esta vida pedestre, monolítica e hipócrita, ¿cómo no consolarse un poco entregándonos a otra, por ilusoria que ésta sea?