Cervantes, ¿creador / criatura?

Opinión
/ 15 agosto 2015

Otra vez frente a El Quijote, no sólo por necesidades académicas o por la conmemoración de los 400 años de la publicación de su Segunda Parte, aquel 1615, sino también por el placer de volver a encontrarse con uno de los emblemas, acaso el más grande, de la novela moderna.

Esta Segunda Parte no narra ya las aventuras de un ingenioso hidalgo sino las del ingenioso cavallero Don Qvixote de la Mancha, porque, como quien haya leído este libro recordará, nuestro protagonista ha llegado a ser, además de hidalgo, todo un caballero, un andante caballero que fuera ordenado por aquel ventero socarrón que, una noche gloriosa, simuló ungirlo como tal para despacharlo en el acto.

Entre muchos rasgos memorables, dos me importa destacar ahora: primero, el hecho de que este monumento de la literatura sea, en gran medida, una conversación incesante; y segundo, el carácter laberíntico y especular de la ficción. La conversación inicia desde el instante mismo en que el autor dice: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme y no se detiene hasta el final de la obra. La índole mandálica de la historia empieza en la Primera Parte y se acentúa en ésta llegando a extremos que sólo el Barroco –y el genio de su autor- pudo sostener.

El libro de Cervantes se hunde –y nos hunde- en una extraña metamorfosis que resume muchas tradiciones y presagia todas las vertientes artísticas de la posmodernidad o hipermodernidad, como diría Lipovetsky. El Quijote es, paradójicamente, muy viejo y muy vanguardista, si aún es lícito emplear este adjetivo. Viejo porque recoge formas de contar y de decir muy anteriores a la contemporaneidad de su autor; vanguardista porque, a pesar de Joyce, Proust, Cortázar, Lezama Lima, Huidobro y algunos otros, Cervantes adelanta mucho de lo que desde los albores del siglo XX dio en llamarse vanguardia, con ser este término tan ambiguo.

La Segunda Parte empieza con la inverosímil noticia que lleva Sancho Panza a Don Quijote: Anoche llegó el hijo de Bartolomé Carrasco, que viene de estudiar de Salamanca, hecho bachiller, y yéndole yo a dar la bienvenida, me dijo que andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió.

La respuesta de don Alonso Quijano –o Quesada, que no es claro aún- nos lo presenta instalado en su quimera: Yo te aseguro, Sancho, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir.

¿La ficción dentro de la ficción, como el teatro dentro del teatro, igual que en Hamlet? ¿O la irrupción de la realidad real en una realidad imaginada por Cervantes? Si se lee con inocencia, todo parece una broma de lo más encantadora, pero si leemos con la mirada oblicua de que nos ha dotado la conciencia, esta virtual invasión del exterior trastorna y trastoca nuestro sentido de todas las cosas. ¿Unos personajes de ficción que se saben personajes de ficción? ¿Cómo es eso? Entonces, ¿dónde estoy, quién soy? Alicia diría a la Oruga: me hago pequeña, me hago grande, ya no sé lo que soy. Más tarde, Pirandello habría de romper el espejo de la realidad justo ante los espectadores de su drama Seis personajes en busca de autor. Y Michael Ende haría caer en esta realidad a su protagonista en La historia sin fin.  

En la época de Cervantes, el único equivalente de este recurso, que no sé si llamar metaliterario o metaficcional, es el lienzo de otro español, Velázquez: Las Meninas, pintado aproximadamente en 1656, casi cuarenta años después de publicada esta Segunda Parte del Quijote. Se dice que ante el óleo el sagaz Théophile Gautier preguntó: ¿Y dónde está el cuadro? Nosotros haríamos una pregunta similar: ¿y dónde está el narrador del Quijote? ¿Quién nos provoca tales embelecos y engatusamientos? Y aún más: ¿qué significan esta ficcional especulación [speculum], en el sentido estricto de la palabra, y semejante mise en abyme [puesta en abismo]? Shakespeare es un caso aparte y habría que hablar de ello.

De entonces a la fecha tal recurso ha sido utilizado con menor o mayor fortuna por dramaturgos, narradores, cineastas y artistas visuales, pero su origen, como el de otros ardides estéticos, se encuentra en Cervantes. No hay posmodernidad novedosa, al menos en este sentido. Aunque habría que decir que el propio Cervantes aprende de sus ancestros, españoles o no. La puesta en abismo, por ejemplo, la encontramos ya en Las mil y una noches. ¿Y el enfrentamiento de la criatura estética con su creador? ¿Está ya en la tragedia griega, la Roma de Séneca o el Medievo, oculta por ahí en algún resquicio? En nuestra época, nosotros podemos recordar, por ejemplo, La rosa púrpura del Cairo, cinta en la que Woody Allen hace salir de la pantalla a una criatura de celuloide para entrar acá.

Dadá, la instalación, el videoarte, la fotografía digital, la ludoteca electrónica han incursionado en este juego especulativo, ontológico y metafísico que, como novelista, Unamuno quiso llamar nivola: En Niebla, una criatura literaria –Augusto- sale de la ficción, va a tocar a la puerta de la casa de su autor para exigirle que no lo suicide en la ficción que el mismo Don Miguel de Unamuno está narrando. Augusto vive en un allá ficcional, pero irrumpe en el acá del autor de Del sentimiento trágico de la vida   

Allá y acá: dentro y fuera: entre las riberas de estos adverbios fluye la realidad y su espejo, su paralelo. Barroco tenía que ser El Quijote, y por muchas razones, neobarroca llaman muchos a nuestra época.

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