Alborada en Medellín: Narcocultura y vacíos de Estado
La fuerte presencia de la narco-cultura es un reflejo del fracaso de los Estados para consolidar un orden legal e institucional
Todo relato reduce lo experimentado. Las explicaciones siempre serán insuficientes y las palabras nunca abarcan por completo lo vivido. Sin embargo, algo debe decirse para sostener ese ejercicio tan profundamente humano de compartir con otros lo que hemos atestiguado.
Era la noche del sábado 30 de noviembre. Con planes de visitar el “pueblito paisa” en Medellín a la mañana siguiente, me dispuse a dormir alrededor de las 10:30. No tardé en quedarme profundamente dormido, inmerso en esa nada donde uno se pierde cuando no hay sueños. De pronto, una serie de explosiones ensordecedoras me arrancó de los brazos de Morfeo.
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Corrí a la ventana para entender qué sucedía. Desde el sexto piso del edificio donde me hospedo, toda la parte visible de la ciudad se iluminaba con cientos de cohetes. Aturdido, busqué mis lentes y el celular para intentar capturar la escena. Pensé: “Así me creerán cuando diga que eran cientos”.
Pero a los dos minutos dejé de grabar. Decidí simplemente observar y disfrutar el espectáculo. Reflexioné sobre cómo nos hemos habituado a documentarlo todo, a menudo en detrimento de vivir plenamente el momento. Pasados unos diez minutos, cuando la intensidad inicial de los fuegos artificiales disminuyó, busqué en internet para entender qué estaba ocurriendo. Así descubrí que era la Alborada, una tradición en Medellín desde 2003 que celebra la llegada de diciembre con una explosión de luces y ruido. Este evento, que dura más de una hora, tiene raíces en los festejos de grupos delictivos que consolidaron su control sobre el valle de Aburrá, convirtiéndose en una manifestación de la narco-cultura.
Semanas antes, una pareja de amigos me había contado cómo surgió el barrio Laureles, donde me hospedo. Me hablaron de cómo el dinero del narcotráfico encontró su vía de lavado en la construcción y desarrollo inmobiliario. “Es mejor reconocer lo que pasó para evitar que vuelva a ocurrir”, me dijeron. Esa verdad resonó conmigo al observar la Alborada.
La cultura occidental nos lleva a dividir todo entre bueno y malo, como si no existieran los matices. En esta época de polarización, parece que los tonos grises no tienen cabida. Pero si reflexionamos con seriedad, entenderemos que incluso las peores circunstancias pueden traer consecuencias positivas, y viceversa. Esto aplica también algo tan doloroso como el impacto del crimen organizado en nuestras sociedades. No, nadie dice que su existencia es buena, pero negar sus efectos sociales es peligroso. En muchos casos, el narcotráfico ha llenado vacíos que los Estados han dejado sin resolver.
Cuando en México se habla de combatir la delincuencia desde sus raíces, deberíamos pensar en los derechos que siguen siendo negados a quienes más los necesitan. Si los poderes constitucionales no lo garantizan, lo harán los poderes fácticos. Y esa es una de las razones por las que persisten fenómenos como la Alborada en Medellín.
En definitiva, la fuerte presencia de la narco-cultura es un reflejo del fracaso de los Estados para consolidar un orden legal e institucional. Si la Alborada existe, con cientos de fuegos artificiales que impactan la naturaleza y la salud humana y animal, es porque persisten vacíos. Mientras unos no duermen −o no los dejan dormir−, otros, en las instituciones, duermen profundamente, cómodos en su indiferencia.