Misa en el mall
Independientemente de las creencias, parece que hoy lo que realmente nos iguala es nuestra condición de consumidores. Y los centros comerciales son, en esencia, templos del consumo
Hace poco más de tres años, cuando la pandemia nos llevó al encierro a (casi) todos, el Instituto Departamental de Bellas Artes del Valle del Cauca me invitó a acompañar su necesariamente sui generis transición a la virtualidad. Durante tres meses, compartimos reuniones semanales en línea, cultivando, además del trabajo productivo, uno de esos antes extraños vínculos de amistad que nacen frente a una pantalla.
La tentación de la cercanía me llevó el pasado fin de semana a viajar de Medellín a Cali para convertir ese vínculo virtual en uno tangible. La experiencia fue maravillosa. Con la salvedad de la conexión a internet, que vaya que me dio problemas, todo lo demás fue digno de atesorarse en la memoria. Ya hablaré, en otro momento, del estupendo e importantísimo trabajo que realizan en Bellas Artes de Cali. Hoy, sin embargo, quiero dedicar este espacio a algo muy distinto: la omnipresencia de los centros comerciales en nuestras vidas cotidianas.
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Desconozco −y creo que seguiré desconociendo− la historia detrás del concepto de “mall”. Supongo que surgieron en Estados Unidos. Hoy parecen estar presentes en casi todas las ciudades del mundo occidental. Todos son muy similares entre sí y, al mismo tiempo, tienen algo diferente que los adapta a las particularidades de cada lugar. Lo curioso es que, al planificar mis viajes en esta vida de nómada digital que intento sostener y prolongar, nunca pienso en los centros comerciales. Sin embargo, por una u otra razón, siempre termino visitando al menos uno. Y cuando lo hago, me encanta identificar similitudes y diferencias.
En Medellín y Cali he visitado centros comerciales por motivos muy distintos. En Medellín, han sido las lluvias las que me han llevado a caminar por los pasillos de estos espacios techados, buscando cumplir mi meta diaria de 15 mil pasos. En Cali, fue la necesidad de una buena señal de internet, un baño limpio y un almuerzo (dicho en español colombiano) lo que me condujo allí.
En ambas ciudades, lo que más ha captado mi atención son las actividades organizadas por los administradores para atraer visitantes: proyección de películas o partidos de fútbol en pantallas gigantes, clases de ejercicio, concursos de disfraces, representaciones teatrales, conciertos y, sorprendentemente, misas católicas dominicales. Sí, así como lo leen. Uno puede, como fue mi caso, disfrutar un delicioso emparedado de pollo mientras escucha el acto de consagración.
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Lo más notable ese domingo caleño fue lo “exitosa” que estaba siendo la misa, en términos de audiencia. Me hizo pensar en ese dicho: “Si Mahoma no va a la montaña...”, aunque claro, eso pertenece a otra religión.
Independientemente de las creencias, parece que hoy lo que realmente nos iguala es nuestra condición de consumidores. Y los centros comerciales son, en esencia, templos del consumo. Me imaginé, no sin un poco de morbo, cómo sería presenciar allí ese domingo del año litúrgico en que se realiza la lectura del pasaje en el que Jesús expulsó a los mercaderes del templo. Pensé en ese Jesús, excepcionalmente molesto, desalojando a los comerciantes de la casa de su padre, sin saber que, un par de milenios después, mercaderes de una tierra lejana prestarían su espacio para conmemorar su propia existencia. Y en esos piadosos comerciantes que tan caritativamente ofrecen su espacio, con la esperanza, por supuesto, de que quienes asistan a la misa se queden después a comprarse, aunque sea, un heladito.