AMLO: El regreso del caudillismo en México

Opinión
/ 20 febrero 2025

Uno de los aspectos más nocivos de los regímenes caudillistas es la imposición de una voluntad única sobre todas las decisiones de la vida pública, pero el real peligro está, no obstante, en convertir al caudillo en la encarnación del movimiento

El gran problema de todo movimiento, lucha, revolución o levantamiento social que derive en un cambio de régimen es el caudillismo.

El mismo líder que encabezó la resistencia se convierte, al triunfo de ésta, en el gobernante natural del nuevo orden. Si el pueblo corre con suerte y el caudillo no es un adicto al poder tan vicioso y corrompible, encabezará un periodo transicional entre el triunfo de su causa y el levantamiento de un mecanismo democrático electoral. ¡Ja!

TE PUEDE INTERESAR: Pemex y la 4T: ¡Hijos de Potemkin!

Tan ajeno me parece esto, que ahorita no doy con un sólo ejemplo histórico... Hmmm... Quizás Mandela sea el único del que tenga yo conocimiento que no se engolosinó con el poder ni consagró tampoco su periodo en el cargo al revanchismo.

La regla es llegar al poder por medio de la fuerza, la sangre y la pólvora y, una vez allí, eternizarse por medio de la fuerza, la sangre y la pólvora si es necesario, o una muy institucional guillotina. La Historia nos lo ha reiterado una y otra vez, desde Napoleón hasta los hermanos Castro (pareciera que estoy hablando del Festival de la OTI, pero me refiero a los respectivos dictadores posrevolucionarios de Francia y Cuba).

Se solía pensar en los caudillos como militarotes por necesidad, pero hoy en día no todas las revoluciones son por fuerza movimientos armados y creo que en este sentido el paradigma lo puso el perverso y muy glorificado señor Gandhi (otro día que venga al caso comentamos su lado oscuro). Pero su mérito fue sentar el precedente de que a veces basta la resistencia (con una buena dosis de resiliencia) para la emancipación del pueblo.

Entonces, un caudillo ya no es necesariamente un veterano de guerra, pero aun así es completamente proclive a los abusos, a los excesos y a traicionar a su propia causa una vez pegue sus laureadas nalgas a la silla presidencial.

Para decirlo en términos de Tolkien, el Anillo de Poder, el Anillo Único es demasiado para la endeble voluntad de los humanos y si el portador no renuncia a tiempo enloquecerá y terminará de hecho convertido en propiedad del anillo y no al revés.

Es casi inevitable caer en la tentación de permanecer al mando durante más tiempo del que es aconsejable, aunque pueda incluso existir una buena intención de fondo: “la preocupación de que un sucesor democráticamente electo no pueda o no sepa gobernar bajo los principios de la causa (por los que muy probablemente se inmoló mucha gente)”.

En dicho caso, el caudillo decidirá que el sacrificio de la democracia es pequeño comparado con permitir que se traicionen los ideales del movimiento. Y ahí se queda ad vitam, porque a su juicio el pueblo nunca es lo bastante maduro como para decidir algo tan importante como quién lo habrá de dirigir. Eso, sumado a la impericia en la administración pública de un líder militar o social, resulta luego más pernicioso que el monarca que probablemente derrocaron.

Lo anterior, ya le digo, en el mejor de los casos, otorgándole todo el beneficio de la duda y pensando muy bien del caudillo en cuestión. Porque otros de plano se estrenan al mando ya decididos a eternizarse y a sacarle al ejercicio del poder lo mejor de la vida para sí y para su élite de aliados, afines, cortesanos y canchanchanes.

Otro de los aspectos más nocivos de los regímenes caudillistas es la imposición de una voluntad única sobre todas las decisiones de la vida pública.

El caudillo desarrolla una megalomanía que lo hace desconfiar de la experiencia, conocimiento y credenciales de cualquiera de sus subalternos. Así que decidirá desde la política económica del país hasta la marca de papel higiénico para los baños de las oficinas públicas.

Pero el real peligro está, no obstante, en convertir al caudillo en la encarnación del movimiento. La causa no es ya un conjunto de ideales, sino el capricho del mandatario; la razón de ser del movimiento no es más el bienestar de la población, sino la glorificación del prócer y sus hazañas; y el gran principio rector deja de ser la libertad, pues ésta no puede trasgredir las fronteras morales del camarada supremo.

El caudillo habrá de convertirse en un soberano... Un soberano pendejo al que nadie a su alrededor cuestiona porque 1) Va en contra del principio de comodidad (¿para qué meterse en líos cuando se está viviendo a toda madre?). 2) Puede ser hasta peligroso, dependiendo de lo sanguinario que se haya tornado el régimen y lo bravo que se haya vuelto el “führer”, el káiser, el césar, el nerón.

Pasó con Stalin y ocurrió con Mao, que cometieron errores costosísimos para su propio pueblo, que pagó con millones de vidas porque nadie se atrevió a cuestionar las decisiones de sus caudillos.

Pero lo divertido comienza una vez que el caudillo cuelga las botas, porque las diferentes facciones de su movimiento inician una encarnizada lucha intestina por asumirse como los verdaderos continuadores del legado de la causa y del difunto prócer.

Ese es el mejor síntoma de que no existe una ideología, un fin claro, ni una declaración de principios que sustente al movimiento porque, de haberlos, sería tan fácil como apegarse a estos, pero en ausencia de los mismos no queda sino adherirse a la figura del Santísimo.

Que el líder del movimiento cuatroteísta sigue siendo Andrés Manuel López Obrador resulta evidente en la total ausencia de proyecto de la administración Sheinbaum. La doctora Ivermectina no tiene una sola acción concreta o una sóla iniciativa que se pueda considerar su marca personal de gobierno. Ha dedicado cada día de su gestión a la materialización de los pendientes heredados por su padrote político (sorry not sorry) e incluso lo sigue trayendo al discurso con cualquier pretexto baboso, llamándolo “Presidente López Obrador”, lo cual en la tradición política mexicana (a diferencia de la gringa) es inaceptable. Una vez a Fox se le ocurrió autorreferirse “presidente” una vez terminado su periodo y casi lo crucifican por ello.

A falta de ideología, AMLO tenía frases, dicharachos y refranes (si rimaban, mucho mejor, porque así el pueblo se los aprendía más fácilmente y los repetía ad nauseam).

TE PUEDE INTERESAR: Trump y AMLO: Dos demonios hacen daño a México

Y a falta de proyectos, tuvo ocurrencias, desde el Gas Bienestar hasta la Farmaciototota del ídem; que no resolvieron nada y pese a ello ningún cortesano o súbdito puso en entredicho el criterio del compañero López. Igual con las obras emblemáticas del hoy elongado sexenio, plagadas de tal corrupción y opacidad que sólo encuentran explicación en la ceguera o la complicidad de su autor intelectual. Si hubiera de verdad un movimiento reformador y no sólo un caudillo, todo esto ya habría sido impugnado por la propia militancia.

El grave error en que hemos incurrido en México no es haber elegido a tal o cual partido o votado a éste o aquel candidato, sino haber retornado al caudillismo, pues es un sistema que no descansa en las leyes, sino en una figura idealizada que dista de ser fiel a quien se supone representa. Y nuestra condena es no vivir en la institucionalidad, sino estar esperando siempre al siguiente caudillo que nos venga a rescatar.

COMENTARIOS

NUESTRO CONTENIDO PREMIUM