Aniversario amargo
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El 3 de noviembre se cumplió un año del triunfo electoral de Joe Biden. Pero a un verano espinoso para su política exterior —el repliegue de Afganistán, el choque diplomático con Francia— le siguió un otoño cruento para su política interna: el repunte de COVID-19 con la cepa delta, inflación y escasez de productos por disrupciones en cadenas de suministro, un Partido Demócrata polarizado entre su ala progresista y legisladores de centro y dos iniciativas de ley —infraestructura y reconciliación presupuestal— de estímulo trascendentales para el éxito de la gestión del presidente y el futuro económico del país secuestradas en el Senado gracias a la intransigencia de dos senadores demócratas conservadores. Y la puntilla ha sido sin duda la derrota en la elección de Virginia la semana pasada.
No hay manera de dorar esa píldora. Los comicios detonaron ondas sísmicas en el Partido Demócrata e imbuyeron de esperanza al GOP. La campaña para gobernador de Virginia siempre ha sido tratada como un referéndum sobre el ocupante en turno de la Casa Blanca. El resultado esta vez, con Terry McAuliffe (gobernador de 2014 a 2018) perdiendo ante su contrincante, un neófito político, Glenn Youngkin, un año después de que Biden barriera el estado por 10 puntos, equivale a un referéndum al cuadrado. La victoria de Youngkin se redujo a dos cosas. Primero, mantener en juego y movilizada a la base trumpiana, alimentándola con suficiente carne roja. El que le apuntara al currículo escolar de Virginia y argumentara falsamente que se enseña la “teoría crítica de raza” y atacara los mandatos para uso de cubrebocas fue lo suficientemente trumpiano como para disparar la participación de votantes republicanos en zonas rurales. Youngkin mostró una gran habilidad para obtener el respaldo de Trump mientras se aseguraba de que éste se mantuviera alejado del estado y no hiciese campaña por él ahí. Eso hizo que su segundo objetivo, ir por el voto suburbano más pragmático e independiente que se había inclinado por Biden en 2020, fuera más fácil de lograr. Su comportamiento sin demasiada estridencia le dio margen para tranquilizar a votantes de cuello blanco. Esto le permitió decir cosas que habrían sonado peligrosamente polarizantes, conspiratoriales y racistas viniendo de otro político, como Trump.
Virginia demuestra que los demócratas siguen teniendo la mejor partitura, pero nomás no encuentran la letra adecuada para acompañarla y confirma una realidad deprimente en la política de hoy: el trumpismo tiene éxito como táctica electoral aun con la ausencia de Trump. Por ello, la fórmula de Virginia seguramente se convertirá en el manual de campaña del GOP el próximo año para arrebatarle a los demócratas el control del Congreso. El que además estén en contienda gubernaturas de tres estados clave en el Colegio Electoral —Wisconsin, Pensilvania y Michigan— hoy controladas por demócratas, tiene destemplado en este momento al liderazgo nacional del partido. La aprobación del inédito paquete de infraestructura que Biden finalmente logró el viernes llegó demasiado tarde para salvar a McAuliffe, pero ciertamente podría aún ayudar a los demócratas en contiendas clave en 2022. Lo que es mucho menos claro es lo que los demócratas pueden hacer, o harán, con respecto a los problemas planteados para su plataforma, su coalición de votantes y su narrativa a raíz de la derrota en Virginia.